Enorme es la paradoja de la migración. En gran medida, son los migrantes los que han construido el mundo que hoy conocemos. De un país a otro, de una aldea a la ciudad, en busca de una mejor oportunidad de desarrollo, los migrantes han contribuido a crear riqueza con su mano de obra, a enriquecer con sus costumbres una sociedad, a dar nueva identidad a naciones que hoy son poderosas, a urbes que hoy son capitales cosmopolitas, universales. Pero también han contribuido a agudizar problemas sociales, a agotar recursos de una región, a provocar la movilidad de residentes ocupando sus espacios. Pero aunque hay casos de migrantes que son victimarios a los ojos de una sociedad, la regla es que, en la característica predominante del fenómeno en la actualidad, los migrantes sean víctimas. Con todo, la historia de la humanidad es, en buena parte, la historia de la migración.
Desde los albores de nuestra civilización, la dualidad ha estado presente en este fenómeno social. Desde la fundación de nuevas ciudades por fenicios y griegos, la diseminación de los judíos por Medio Oriente y Europa y la movilidad propiciada por la llamada pax romana, hasta las invasiones de los pueblos "bárbaros" y el descubrimiento y explotación de nuevos territorios más allá de los océanos, la migración siempre ha sido el motor de la transformación. En la Historia encontramos extranjeros con derechos económicos, pero no políticos, como los metecos de la Atenas clásica; colonizadores que han sometido a pueblos aborígenes como en la globalización romana y en la mundialización europea de la edad moderna, y migrantes pobres que multiplican la población de países desarrollados contemporáneos en condiciones de extrema vulnerabilidad. Así han surgido estados-nación poderosos como los Estados Unidos, principal destino de la migración internacional en nuestra era.
En este último punto, México juega un papel de primer orden, ya sea como país expulsor de personas o como lugar de tránsito para miles de centrosudamericanos que sueñan con un mejor futuro en la "tierra de las oportunidades". En ambos casos, pese a ser una importante fuerza de trabajo, los migrantes son víctimas de todo tipo de abusos y discriminación, sobre todo los que no cuentan con papeles. Aunque los reportes más recientes muestran una disminución en el número de mexicanos que ingresan a Estados Unidos sin documentos, lo cual es atribuible a la crisis económica en aquel país y al endurecimiento de las políticas migratorias, el número es aún considerable y en el caso de los mexicanos que emigran legalmente, los índices reportan un incremento. De 2005 a 2010, alrededor de 1.4 millones de connacionales cruzaron la frontera en busca de una mejor vida, mientras que en el quinquenio de 1995 a 2000 la cifra fue de 3 millones.
Para el gobierno mexicano el tema migratorio es uno de los principales en la agenda bilateral. La principal preocupación de las autoridades nacionales es el trato que reciben los mexicanos en Estados Unidos y la situación de sus derechos en ese país. El discurso tiende a orillarse a contrastar la riqueza que generan como mano de obra -riqueza que, por cierto, también ingresa a México como remesa- y las condiciones en las cuales desempeñan muchos de sus trabajos y la discriminación tanto institucional como informal a la que son sujetos. El problema es que el Gobierno mexicano carece de autoridad moral para exigir un cambio en este sentido.
Cientos de casos de migrantes centroamericanos que son víctimas de abusos en México han sido documentados por organizaciones defensoras de los derechos humanos. Asesinatos, violaciones, secuestros, esclavitud, prostitución forzada e ingreso obligado a bandas del crimen organizado forman parte del viacrucis que sufren los indocumentados que transitan por los caminos de este país. Y esos abusos son cometidos no sólo por delincuentes, sino también por empleados de instituciones gubernamentales que no pueden siquiera garantizar los derechos de los ciudadanos residentes frente al creciente fenómeno de la criminalidad. Por si fuera poco, un sector de la población se muestra hostil hacia estos inmigrantes a quienes convierte en blanco de ofensas, prejuicios y desconfianza. En resumen, pedimos en Estados Unidos el trato que en México estamos negados a ofrecer institucionalmente.
Pero no sólo eso. Con la delincuencia, que ha crecido en casi todo el país, el fenómeno de la migración se ha tornado más complejo. La inseguridad se ha convertido en una causa de movilidad poblacional. Lo hemos visto en La Laguna. Familias afectadas por el crimen o por miedo a ser víctima de éste han tenido que dejar la región. Algunas se van a Estados Unidos, otras se asientan en el Distrito Federal o en entidades con niveles de violencia menor al que padecemos. Son el otro saldo del crimen, para quienes no hay justicia ni certidumbre. Los de mayor capacidad económica logran sortear de mejor manera las dificultades. Los menos pudientes, suelen engrosar los cinturones de miseria de las ciudades a las que llegan.
Por la circunstancia que sea, quien decide emigrar deja atrás unos problemas para enfrentarse a otros. Abandona una vida para intentar construir otra. Desgraciadamente, bajo las condiciones actuales de incertidumbre legal, debilidad institucional, discriminación e inseguridad generalizada, muchos de ellos fracasan, haciendo sólo más grave su tragedia.
Por eso, antes que exigir a gobiernos de otros países que mejoren el trato que dan a los inmigrantes, las autoridades mexicanas deberían empezar por trabajar en serio en incrementar las oportunidades de desarrollo para quienes se encuentran en situación de mayor vulnerabilidad económica; construir una armazón institucional más fuerte para acotar los efectos del crimen, y, por último, comprometerse con una política humanitaria hacia los indocumentados en tránsito por el país. Porque, lamentablemente, la paradoja no sólo sigue marcando hoy al fenómeno de la migración, sino también al tratamiento que se le da a la misma. Y mientras no hay avances en el tema, los migrantes siguen siendo en su gran mayoría ciudadanos de tercera.
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