El huerto se llenó de quinceañeras: florecen sus flores rosas los duraznos.
Se ríen blancamente los ciruelos. No saben que la ciruela pasa.
Ya reverdece todo, hasta lo verde. Reverdece también el rojo corazón.
En medio del campo, como un adorno caído de la falda del cerro, está ese árbol. No tiene follaje; tiene nada más flores. ¡Qué flores las de ese árbol! Son moradas, insensatamente moradas. El color morado de esas flores hace laico hasta al morado más episcopal.
Y sin embargo ese árbol de mi rancho, ornato del mundo, condecoración del paisaje, portento que convierte en manta o jerga las telas de Van Gogh; ese árbol inverosímil que debería llamarse ombú, o baobab, o araucaria, o liquidámbar, o piñanona, o leche de María, o magnolia, o guayacán, tiene un nombre vulgar: "mano de cabra''.
No cabe duda: el nombre de las cosas no siempre corresponde a las cosas del nombre.
¡Hasta mañana!...