En la pasada Navidad recordé un olvidado cuento de Ray Bradbury. Trata de un anciano sacerdote católico que en una gélida madrugada de Nochebuena siente el irresistible impulso de ir al confesonario. Aquello es absurdo: ¿quién puede querer confesarse en una noche así, de nieve y frío? Va, sin embargo. A poco llega un hombre y le confiesa sus pecados de niño, extrañamente parecidos a los suyos. Cierto día se soltó de la mano de su abuela y corrió al tiempo que se reía de la angustia de la anciana. Una vez vio a dos mariposas en el acto del amor y las aplastó de un manotazo. En otra ocasión su perro regresó después de tres días de haber escapado de la casa. Lo abrazó primero, y lo golpeó después con ira.
-¿Podrá Dios perdonarme esos pecados, Padre? -le pregunta.
-Ya te los ha perdonado, hijo -responde el sacerdote.
-Y usted, Padre ¿me perdona?
-Te perdono también, y te doy mi absolución. Además hoy es Navidad. Anda, vamos a tomarnos un vaso de vino.
El sacerdote sale del confesonario y no ve a nadie. Entiende, entonces, y sonríe: se ha confesado a sí mismo, y a sí mismo se ha perdonado. Ahora está en paz.
A los 91 años de edad murió Ray Bradbury. En junio le llegó su Navidad. También él está ahora en paz.
¡Hasta mañana!...