Acabo de regresar del mar, esa gran cartelera de Dios, y quiero informar al mundo que compré en la playa un pequeño caracol.
Me costó 100 pesos. Es decir, le estafé al que me lo vendió algo así como $999,900.00 pesos. Porque mi caracol vale lo menos un millón.
Ese caracol mío es una maravilla. Es pequeñito, ya lo dije, y es blanco y rosado como una paloma quietecita envuelta en nieve y mármol.
Tiene anatomía de laberinto mi caracol, y una arquitectura que pone etiqueta de pobreza a las obras completas de Gaudí. Si usted le busca el lado, mi caracol se pinta con un iris que deja el espectro de Newton reducido a película en blanco y negro. Si se lo acerca uno al oído mi caracol se vuelve caracola y narra la biografía de los fondos marinos, me cuenta historias de piratas, dice poemas de Neruda, repite las canciones de las sirenas de Ulises y trae ecos de las gaviotas que van como una nube sobre el navío del holandés errante.
Yo amo a mi caracol. Lo tengo junto a mis libros porque habla igual que ellos. Entiendo lo que mi caracol musita, y le contesto que la próxima vez que vaya al mar lo llevaré conmigo, y lo pondré en la arena, y dejaré que la ola llegue y lo acaricie. Luego lo traeré de nuevo a mi casa para meter en ella, con mi caracol, el mar y todos sus pescaditos.
¡Hasta mañana!...