-Yo sé que no me quieres -le dijo el enamorado a la mujer amada-. Pero si algún día llegas a amarme házmelo saber llevando a misa el abanico blanco.
Pasaron dos, tres años. Y un día la muchacha llegó al templo llevando ese abanico. El galán, en transporte de júbilo, le pidió que se casaran. Ella mantuvo la promesa y lo desposó.
Pasaron 10, 15 años. En cierta ocasión tuvieron un disgusto, y la mujer le contó que aquel día había llevado el abanico blanco por equivocación. Lo tomó sin darse cuenta, pero se sintió obligada a mantener la palabra dada. No lo amaba entonces, y no lo amaba ahora.
Se entristeció él, pero no dijo nada. La siguió amando, como siempre; igual que siempre siguió entregándole su vida. Pasaron 20, 30 años. Un día fueron a la iglesia. Ella, con suave sonrisa, le mostró lo que traía en las manos. Era el abanico blanco.
La historia es cursi, ya lo sé. Pero es breve. Tan breve -y tan cursi- como la vida.
¡Hasta mañana!...