Tome usted la más redonda redondez de una mujer; el enhiesto pezón de un breve seno; la piel con suave vello de una doncella núbil, y ponga adentro la turgente carne de una odalisca diestra en dulcísimas delicias.
Tendrá entonces un durazno del Potrero de Ábrego.
Muérdalo, por favor. Muerda la redondez, el seno, la piel doncella, la carne de alabastro. Un chorro hecho de lluvia y soles veraniegos desbordará su boca con una inundación de mieles que le anegará el pecho.
Anoche quedó sobre la mesa uno de esos duraznos. Sólo uno. Uno, solo. Me desperté hoy, y toda la casa olía a paraíso terrenal. Si el Cielo es verdaderamente Cielo ha de tener el olor, el color y el sabor de este durazno.
Pienso que la Serpiente, astuta y sabia como era, no tentó a nuestros primeros padres con una manzana, sino con un durazno. Con un durazno del Potrero de Ábrego.
¡Hasta mañana!...