La fotografía cayó del libro que tomó al azar. Mostraba a un muchacho que parecía sonreírle a todo el mundo.
Era él mismo, 30 años antes. Se sentó en el sillón, y se puso a mirarse. ¿Qué había quedado en él de aquel muchacho? Desde luego no el pelo, ahora escaso y entrecano. Tampoco, naturalmente, la esbeltez juvenil: los recios hombros de ayer eran la fofa barriga de hoy. Menos tenía ya, estaba seguro, aquel brillo en los ojos y aquella sonrisa luminosa.
Se sintió triste. Pero no por haber perdido algo de pelo y mucho de apostura: al ver la imagen de aquél que había sido rememoró sus sueños de muchacho y se dio cuenta de que hacía mucho -¿cuánto?- los había perdido en el camino.
Volvió a poner la fotografía en el libro; puso luego el libro en su lugar. Y supo vagamente que algo muy triste nos sucede cuando ya no soñamos nuestros sueños.
¡Hasta mañana!...