¿Quién fue Morelos? Napoleón Bonaparte, Emperador de Francia, exclamó al conocer de su actuación en la guerra de independencia, enterado de su valor e integridad: ¡con tres generales como Morelos, conquistaría el mundo! Napoleón con este comentario aludía a las extraordinarias dotes bélicas de Morelos que traía en jaque a los españoles, tanto en el sur de Michoacán como en Morelos, Guerrero y parte de Oaxaca y Puebla, con un mínimo de recursos y un gran talento para la improvisación. De seguro Napoleón recibió informes que le hicieron reconocer en Morelos a un gran estratega. Es cierto que Morelos no fue el primero ni el que concluyó la liberación, pero sí el que con el fervor que tenía por su patria le dio un gran aporte de ideales y sobre todo una estructura institucional. Era Morelos un hombre honesto, inteligente y astuto como el que más. El amor a su tierra lo volvió valeroso y temible.
Al darle el título de Alteza Serenísima, Morelos lo rechazó diciendo que no lo admitía para sí y en cambio adoptaba el nada rimbombante tratamiento de Siervo de la Nación, (inspirado en el capítulo 10 del Evangelio de San Marcos). Lo que demostraba la idea fuertemente sustentada por el caudillo de considerarse uno más entre las gentes humildes de su pueblo, dotado de mando, pero no por eso superior a las cualidades de las masas. Morelos llamó a don Andrés Quintana Roo ya que quería dictarle algunas ideas elaboradas por él, para que posteriormente Quintana Roo las ordenara y corrigiera en forma debida.
El prócer, como poseído de una exaltación extraña, iba a un lado y otro de la habitación, dictando en voz alta y por su orden, los puntos relativos. La voz y el gesto eran de un inspirado, de un convencido en lo que decía. Quintana Roo estaba persuadido, después de escucharle, de que aquel hombre veía cosas no aprendidas en libros; su asombro se traducía en entusiasmo, turbación y reverencia, y le dijo a Morelos: Señor no tengo nada que corregir. Ruego a usted que no aumente ni quite nada a estas cosas que usted acaba de dictar. Eran simple y sencillamente los Sentimientos de la Nación.
Eran dolores intensos y frecuentes los que sufría Morelos, lo que hoy se conoce como migraña, de ahí que usara alrededor de su cabeza, presionando con cierta firmeza el cráneo, un paliacate con el que de seguro encontraba algún alivio. Lo recuerdo levantando el brazo derecho, gigantesco él, en la isla Janitzio, sí, sí la que se encuentra en el lago de Pátzcuaro. Me refiero obviamente a su estatua que se alza majestuosa en el centro del islote como un fiel centinela. Siempre me pregunto qué pasaría si de pronto regresara aquel Morelos montado a caballo arengando a sus tropas para acabar con las injusticias, jugándose el pellejo a cada paso. De seguro hubiera llevado a este país a ser una República poderosa y unida iniciando su desarrollo con la valentía, la prudencia y los talentos políticos, de los cuales fue un dechado aquel hombre extraordinario. En su tumba reza el epitafio, aquí yace un hombre que fue sacerdote, soldado y estadista.
Y bien, ahí estaba el héroe, encadenado entre los que serían sus verdugos, preguntado sobre cuál era su última voluntad, dijo, fumemos un puro. Aspiró tres o cuatro veces con fruición el pequeño puro, mientras dejaba vagar la mirada por el desolado paisaje, apagando lentamente casi con parsimonia el cigarro puro, disponiéndose a morir. Tomó en sus escaldadas manos un crucifijo y mirándolo dijo: Señor, si he obrado bien, Tú lo sabes; y si hice mal, me acojo a tu infinita misericordia. A continuación se vendó él mismo los ojos y arrastrando los grillos pesadamente se hincó a recibir la descarga de fusilería. Eran las tres de la tarde. Hubo con anterioridad a los disparos que segaron la vida del epónimo sacerdote, la ceremonia de degradación eclesiástica que promovió el Santo Oficio. Le cortaron las yemas de los dedos y la superficie de las manos, con el siguiente argumento: te arrancamos la potestad de sacrificar, consagrar y bendecir que recibiste con la unción de las manos y los dedos.