Museo del horror
Lo más aburrido del mal es que uno se acostumbra.
Jean-Paul Sartre
Pertenezco a una generación cuyos ideales eran la verdad, la belleza y la bondad. Nunca los cumplimos del todo pero eran al menos la utopía a perseguir, el parámetro con que mediamos la ética, la estética y la moral.
El amor era pudoroso y el sexo íntimo. La vida de las personas un asunto privado; la ropa sucia se lavaba en casa. La música recorría una amplio espectro de tonos, colores y notas: sonatas de Chopin para las tardes de lluvia, Mozart para inspirarnos, Beethoven enmarcado en el suntuoso Palacio de Bellas Artes. Agustín Lara hacía filigranas con la letra de sus canciones; y todavía para los nostálgicos como yo, Plácido Domingo en-canta: “¿Por qué no quieres que mis ojos y tus ojos se enamoren entre sí?”. La muerte era íntima y respetable. Todavía hacia mediados del siglo pasado la opinión pública sabía poco o nada de los crímenes de la época. El genocidio era alto secreto de Estado. Y es que en los campos de exterminio no había cámaras de televisión, reflexiona Kapuscinski (Sobre el periodismo, editorial Anagrama).
Hoy, por el contrario, la muerte es explícita y obscena. Cadáveres desmembrados, decapitados, torturados. Fotos y videos de las atrocidades que infligieron a los presos en Guantánamo o la cinta canela tapando la boca y los ojos de los encajuelados debían provocarnos oscuros estados de ansiedad; pero al convertirse en costumbre, nos transformamos en espectadores que tranquilos y relajados asistimos a escenas que deberían espeluznarnos.
Los asesinos, como estrellas de rock, son filmados y entrevistados para los medios, que escudados en la libertad de expresión nos ofrecen amplia y detallada crónica del horror cotidiano. La delincuencia organizada se ha convertido en serie televisiva, cada día un nuevo episodio con sus respectivas dosis de crueldad. En pleno culto al horror, los jóvenes se divierten con juegos de guerra y de muerte como el gotcha. Aunque lo más novedoso en diversiones perversas es una carrera de obstáculos denominada “holocausto zombi”, consistente en que sin más provisiones que su instinto de supervivencia, los participantes recorran en el bosque un circuito de cuatro kilómetros sorteando pantanos de vísceras, donde zombis hambrientos y muertos vivientes los acechan en para alimentarse con sus cerebros. “No sé como lo logré, fue una de las experiencias más horripilantes de mi vida, pero aquí estoy con dos cabezas de zombis y todavía me queda una vida. Soy de los pocos que lo logró y me siento muy contento”, cuenta uno de los participantes del primer “zombilocausto” realizado en el bosque ecoturístico de Tlalpan.
Juegos, videos y películas violentísimas. Narcocorridos o grupos tan exquisitos como Molotov cantando: “Quítate que ma’sturbas”, “Changüich a la chichona” o “Puto el que no grite y eche desmadre”. Que los hay de todas las nacionalidades. Son la estética del momento y supongo que inspiración de desquiciados como el joven de 24 años que caracterizado del Guasón, después de acribillar a una docena de espectadores que asistían a la exhibición de la película Batman, preguntó al guardia de la prisión donde lo recluyeron: “¿Viste la película? ¿Me puedes decir cómo termina?”. O el sicópata danés que se siente héroe por haber asesinado a sangre fría a 69 jóvenes que acampaban en la isla de Utøya. “Fue algo atroz, pero necesario”, afirma sin una pizca de arrepentimiento.
El signo de los tiempos es el culto a la fealdad, a la muerte, al terror. La realidad supera a la ficción, pero estoy convencida de que Hollywood y la televisión contribuyen bastante a la construcción del museo del horror que hoy recorrimos para estar a tono con este noviembre de muertos y calaveras.
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