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Antonio Álvarez Mesta

Una mentira infame recorre el mundo, la mentira de que el holocausto perpetrado por los nazis jamás ocurrió. Los que divulgan esa perversa patraña se aprovechan del ritmo frenético de este tiempo, en verdad muy poco propicio para que la gente ajetreada por agobiantes afanes estudie el tema a fondo y haga reflexiones cuidadosas. Por desgracia, la obsesiva malevolencia de los negacionistas y el nulo espíritu crítico de quienes conforman su audiencia se conjugan para que se vaya olvidando el holocausto, sin duda, el genocidio más grave de los últimos siglos. No fueron pocos los asesinatos: seis millones de judíos, cinco millones de civiles eslavos, casi cuatro millones de prisioneros de guerra soviéticos, tres millones de polacos no judíos, más de un millón de disidentes políticos, 800 mil gitanos, 200 mil personas con alguna discapacidad, alrededor de 100 mil homosexuales.

No debemos permitir la negación ni tampoco el olvido de las infamias. Hay olvidos que fomentan la repetición de atrocidades.

Afortunadamente existen testimonios fidedignos que muestran la realidad del holocausto. Entre otros de innegable valor, hay que destacar los espléndidos libros de Primo Levy, especialmente los de la trilogía Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los salvados, pues contienen relatos bien logrados.

Primo Levy fue un químico italiano de ascendencia judía, que fue mandado a Auschwitz en 1943. Logró ser uno de los 20 sobrevivientes de la remesa de 650 judíos procedente de Italia. En Auschwitz Levy dolorosamente descubrió que para sobrevivir se necesitaba suerte, inteligencia y ausencia de escrúpulos. A su entender había dos tipos de prisioneros: 1) los hundidos, aquellos que parecían muertos en vida y eran eliminados pronto y 2) los salvados, aquellos que lograron sobrevivir haciendo hasta lo impensable. No obstante, la terrible vivencia del campo les va a perseguir toda la vida. Muchos no podrán soportarlo y se suicidarán años después de su liberación. El mismo Primo Levy acabaría suicidándose en 1987. Jean Améry acertó -quizá- al explicar esa decisión: “Quien ha sido torturado lo sigue estando. Quien ha sufrido el tormento no podrá ya encontrar lugar en el mundo, la maldición de la impotencia no se extingue jamás. La fe en la humanidad, tambaleante ya con la primera bofetada, demolida por la tortura luego, no se recupera jamás”.

Primo Levy narra que tras las jornadas de trabajo extenuante en los campos de concentración los prisioneros solían soñar dos cosas: comida y poder denunciar al mundo los horrores sufridos. Al salir de los campos el sueño de la comida se realizó, pero la denuncia de lo padecido no encontró muchos oídos receptivos. Los demás querían dejar la guerra atrás y la sola mención de lo padecido en campos como Auschwitz provocaba el alejamiento de los interlocutores.

Para los nazis los judíos eran virus repugnantes que a tiros o en las cámaras de gas debían exterminarse de inmediato si se trataba de viejos, niños, enfermos o discapacitados, o hacerles morir tras unas cuantas semanas por agotamiento poniéndoles a trabajar como esclavos en las peores condiciones. De hecho, los que sólo comían la ración que les daban en el campo morían antes de tres meses. Despiadadamente había que luchar por algo más de comida. Allí se dio la peor expresión del darwinismo, ya que era imperativo robar a los compañeros más débiles, lo que aceleraba su fin. Muchos sobrevivientes reconocieron que la bestialidad nazi los había envilecido. Y más que sentirse culpables de haber robado y golpeado a compañeros se sintieron culpables de no brindarles una ayuda vital: todos tenían la necesidad de un gesto solidario, de una voz cálida, de un semejante que les escuchase, pero rarísima fue la ocasión en que alguien se hiciera cargo.

Ahora a nosotros nos corresponde hacernos cargo de defender la verdad histórica. Tener presentes los hechos del holocausto no es un acto de masoquismo, sino un medio de evitar su recurrencia. De profundis hemos de decir NUNCA MÁS.

Correo-e: antonioalvarezm@hotmail.com

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