En 2012, como sucede en México cada seis años, renace la esperanza de que con el cambio de autoridades federales electas el primero de julio, se logre concretar un futuro mejor para el país.
Estos buenos deseos son, indudablemente, muy válidos. Sin embargo, considero que no existen las condiciones para que se materialicen con el sistema político mexicano actual.
Desde una perspectiva económica, ese sistema carece de los incentivos necesarios para que sus protagonistas actúen, como afirman insistentemente ellos, a favor del bien común y que, en consecuencia, puedan mejorar eficazmente las condiciones de vida de la población.
En ese contexto, la participación de la ciudadanía se limita a escoger entre alternativas que no provienen de una selección basada en méritos personales y en las mejores propuestas y planes de acción, sino de procesos donde prevalecen criterios de alianzas y lealtades dentro de los partidos políticos que monopolizan la facultad de designación de sus candidatos.
La idea de una ciudadanización de las elecciones se ha venido perdiendo porque el mismo sistema político mexicano se ha encargado de establecer normas y regulaciones que favorecen el status quo, entorpecen la democratización en la designación de nuestras máximas autoridades electorales, así como en la selección de los candidatos a los puestos de elección popular.
Por eso no ayuda, como está sucediendo actualmente y sucedió en 2006, la obstinación de los grupos políticos de izquierda empeñados en desacreditar el triunfo de todo aquel que no coincida con esta tendencia política.
Los conflictos post-electorales sólo sirven para distraer la atención de los problemas más graves y urgentes del país, pero cumplen, eso sí, la agenda del señor López, quien al calentar ánimos y azuzar masas ingenuas con argumentos tan increíbles como la compra de 5 millones de votos, prepara el terreno para movimientos de oposición a cuantas reformas resulten contrarias a su ideología estatista e intervencionista.
En ese sentido, está pendiente una verdadera reforma política que remueva los obstáculos del sistema actual y que lleve a la ruptura con los poderes oligopólicos y las visiones mesiánicas populistas que controlan, hasta ahora, el funcionamiento del quehacer político en México.
Pero es difícil que los políticos forjados en esas prácticas, decidan ponerles fin en forma voluntaria y perjudicarse con reglas más democráticas y transparentes. Por lo mismo, las iniciativas presentadas, discutidas y aprobadas en la Cámara del Senado en 2011 no prosperaron en la Cámara de Diputados, a pesar de ser una versión muy alejada todavía de un cambio de fondo en nuestro sistema.
En efecto, esas iniciativas se refieren, principalmente, a cambios para instaurar la segunda vuelta en la elección presidencial, reducir el número de legisladores, aumentar la participación ciudadana, permitir la reelección de legisladores federales y locales, y el establecimiento de algunas normas para fomentar la cooperación entre los poderes ejecutivo y legislativo.
Estos temas son, sin duda, relevantes para avanzar en el perfeccionamiento de la democracia mexicana, pero por falta de acuerdo se decidió no aprobar reforma alguna al respecto.
Las limitaciones y contradicciones entre la iniciativa aprobada y lo que quedó fuera de la misma, quedan de manifiesto en muchos casos. Como muestra, basta señalar que la idea de una especie de carrera legislativa, propiciada por la posibilidad de reelección de legisladores, aprobada en el Senado y rechazada por los Diputados, se nulifica con la falta de voluntad para modificar la fórmula actual de acceso a las cámaras, donde las dirigencias de los partidos son las que deciden.
Algo similar sucede con el mantenimiento del arcaico sistema de representación proporcional, en el cual se designa como representantes "populares" a quienes ocupan los primeros lugares de una lista de candidatos que se elabora, normalmente, de acuerdo con las lealtades hacia los dirigentes partidarios o las simpatías que estos tengan por algunos militantes.
En consecuencia, si bien en estas elecciones nos libramos nuevamente del promotor de la República amorosa, su activismo beligerante y las rencillas partidistas hacen que no me sienta particularmente entusiasmado con la posibilidad de que nuestras nuevas autoridades realicen, a partir de 2013, los cambios que necesita México para dejar atrás su pobre desempeño en materia económica.