Algunas mueblerías piden hasta las escrituras de la casa a fin de otorgar créditos para la compra de electrodomésticos. Se comportan como si nos estuviesen concediendo la mano de sus hijos más preciados -porque siempre hay jerarquías en el amor matriarcal, ni lo nieguen señoras; eso de que a todos los quiero igual, no es algo fácil de creer, sobre todo cuando cocinan tortillas de harina y se decide a quién hacerle un guardadito-.
Bueno, pero las cosas no son congruentes en el asunto del mercado refrigeradoril, pues no corresponde tanto empeño en la compra con el cuidado. Ciertamente, los aparatos vienen acompañados del santo y seña respecto de cómo deberán abrirse, ensamblarse, instalarse y echarse a andar, más algunas advertencias de uso y manutención. Pero esas normas son como los mandamientos: ahí están con sus consecuencias morales, pero tienen tanta flexibilidad como actor del Circo du Soleil.
¿Acaso no hay alguna estufa valiente levantada en armas para exigir su derecho al buen trato a cambio de tantos favores domésticos a cada miembro de la familia? Si se han escriturado cartas compromiso para los derechos de niños, mujeres, ancianos, indígenas, no veo impedimento en el caso de esos muebles tan protagonistas en la casa.
Fíjense bien. Pónganse en el lugar de esos pobres y levante la mano quien resiste que lo atiendan nada más en vacaciones; ahora apúntese todo aquel dispuesto a darse un baño cuando de plano perdió el color; o bien, súmense todos los que sean capaces de tolerar una envoltura de aluminio, cual armadura contra el cochambre, con tal de no bañarse a diario. Bueno, ni las actas de matrimonio dejan tantas cosas sin considerar.
Eso, justamente eso, padecen desde el micro hasta el refri, pasando por todo aparato de tamaño regular e intermedio. Ese grupo de desvalidos debe esperar a las vacaciones anuales de la señora a fin de verse atendidos a profundidad, y eso a veces, porque siempre regresan las mujeres a trabajo con una inverosímil historia de "¡se me acabó el tiempo y no hice nada!". Ahí quedaron las manchas de chorizo, las palomitas renegadas, el jugo indesprendible en la charola fría, un bolis -sabalito- aferrado al hielo fósil en el congelador y esa caja de Pandora en el rincón del aparato, cuyo contenido nadie se atreve a exponer a la luz del día.
Por ahí escuché a una cafetera argumentar que son más de ciento treinta y uno los afectados, y cómo se estaban calentando las aguas ante el hartazgo del mal trato. Yo que ustedes, amigos míos, tomaba cartas en el asunto antes de que esta cosa tan oscura se ventile más allá del comedor.