No estamos preparados para la libertad, desde que nacemos somos una extensión de algo o de alguien, porque somos comparados y predichos en nuestro futuros.
Así crecemos a nuestros hijos, implantados de necesidades innecesarias, porque lidiamos siempre entre el quiero y debo ser: hacerle caso a la conciencia nos tacharía de locos; seguir con el "debo" a cuestas nos frustra, pero evitamos dar explicaciones de nuestras causas personales.
Los sistemas políticos anuncian, que ahora la democracia nos permite utilizar la libertad, pero realmente esa libertad está limitada a productos y servicios que alguien eligió para nosotros y, que nos mantienen ocupados y preocupados, pero no por una necesidad íntima, sino por lo que nos dictan hacer y eso nos prohibe la introspección y, por tanto, la duda que nos llevaría reflexionar y a pensar.
Así actuamos, entre el remordimiento y la redención, siempre nos sentimos presos e infieles, porque nuestra naturaleza nos lleva a hacer algo que no está previsto para nosotros, pero aceptarla como tal nos hace pecadores y paganos.
Es como el profesor que enseña la imagen de una manzana prevista, y si el niño le dibuja una en color verde y sin su hojita verde, lo "corregimos" para que vaya por el buen camino. Tal parece que las ideas siguen siendo erróneas o fantasiosas si alteran lo previsto.
En sus relaciones sociales, los niños y jóvenes se consideran como propios o ajenos a sus círculos, pero no es en tanto su convivencia y penetración espiritual, sino en la coincidencia de intereses materiales y dirigidos por factores externos a sí mismos. Y no podemos culpar solamente a los medios, que corrompan la conciencia de que debemos ser dueños, nosotros mismos confundimos nuestra finalidad frente a un grupo, cuando estamos más interesados en mantener un orden socialmente establecido que una lucidez voluntaria y espontánea, porque lo inesperado nos da miedo.
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