Ahora la muerte anda muy manoseada; le adjudican desde milagros terrenales hasta la posibilidad de regalar vida. Paradoja insondable que solo en la mente humana pudo urdirse.
Antes -muy antes, dicen en el rancho- en verdad estaban convencidos de que la muerte estaba representada de una forma deífica. Nadie niega la trascendencia que tiene en la existencia del hombre, pero esa clara frontera establecida por los egipcios, los mayas, los aztecas, se rompió cuando, al tergiversar la finalidad de su presencia en las teogonías de cada cultura, se le trastocó la chamba por una actividad por demás prosaica, como arreglar entuertos entre personas confundidas, ayudar con exámenes difíciles o ponerse de modo para conseguir el dinero suficiente y hacer una fiesta de XV años.
Tampoco se discutía su arribo: llegaba como el matrimonio y el nacimiento, cunado Dios quería. Ahora, se ocupa mucho tiempo, dinero y esfuerzo en un acto heurístico contra el cielo capaz de arrancar a la gente sin pedir permiso y se profundiza en la búsqueda por encontrar la razón última y primigenia que desató semejante desenlace.
En las actas de defunción pasadas, las razones indiscutibles de la muerte eran respondidas por los deudos con mucho más que convencimiento y resignación: murió de diarreas, de váguidos o de muerte, así nada más, recordando que en lo único hecho por desaparecido fue subir al último escalón de su escalera.
Hoy en día, el catálogo para fallecer es muy amplio y se pueden elegir las formas más disímbolas y extraordinarias posibles. Considero, desde mi muy humilde unto de vista, que también se trata de robarle cámara a esa fémina trasparente cuyo rostro fue, por muchos años, sólo un hueco oscuro inimaginable, en donde cada uno colocaba ojos, boca, nariz… o nada.
Ahora la contamos en los chistes, la llevamos al mercado, no falta quien la vista de negro raído y con rostro calavérico, confundiéndola, otra vez, con un asunto tangible y descrito. Otra mancha más a este tigre en extinción.
Tiene pintadas nuestras manos, nuestros nombres, nuestros miedos y nuestros equívocos. Aunque, tal vez, la equivocada sea yo y todo eso que creemos no es más que una caricatura de nosotros mismos, manoseada, por qué no, por la muerte de verdad.
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