Por algunos años yo fui oriunda de Galápagos, con apariencia dignísima para laborar en cualquier circo de prestigio. Esto, al menos, en opinión de mis hermanos, porque para mis alumnos, seguramente, ya cambié mi apodo y origen.
La imaginería mexicana se manifiesta sí en los alebrijes, pero sobre todo en los apodos colocados a cuanto mortal circule frente a nuestras nacionalísimas narices. Es un acto inevitable; lo asumo herencia ancestral desde los antepasados indígenas, cuando bautizaban a sus hijos refiriendo los primeros acontecimientos vistos cuando el nacimiento.
No es superfluo el proceso de nombrar.Sea cual fuere el mote, por más extraño que parezca, siempre tiene una historia bien fundamentada en la realidad contextual del individuo y su familia completa. A veces son características físicas, formas de ser, gestos, tics o muletillas; como sea, siempre lleva una doble carga individual: la del nombrado y la del nombrador.
No es idea mía este asunto; en realidad,una asidua y queridísima lectora de Torreón me lo sugirió con todo y su fundamento, poniendo como ejemplo a numerosos miembros de su familia. Mucha razón le cabe a esta jovencita, pues su caso es modelo de todos: siempre encontraremos entre la parentela una lista similar compuestapor "Gordo", "Flaco", "Güera", "Negro", salpicada a menudo por "Chiquilín", "Pelón" y "Chaparro".
Esos ejemplos son minucias comparados con "Acu", "Cielo" o "Titi". El primer caso resultó por la creencia de un hermanito mayor cuando escuchaba cómo consolaban a la nueva bebé con el típico "acu, chiquita"; el segundo, por el carácter benevolente de un jovencito pálido como la luna, y el tercero, onomatopeya del sonido proferido por un chico cuando quería demostrar cariño a los demás.
Yo sé de "Borrado", "Bola", "Totopo" y "Erizo"; respectivamente, un caballero con ojos verdes, un señor cuya infancia se caracterizó por la robustez, un chico excursionista con parecido a las caricaturas homónimas y, la última, yo. Sí, mi cabello me ha merecido numerosos apodos, aún ahora de mayorcita, cuando pretendo estar peinada, imagínenme siendo niña despistada.
Respondí el correo a mi lectora con una experiencia personal en asuntos de apodos; no la trascribiré completa, pero sí les comparto que los sobrenombres a veces tienen mucha más fuerza que los nombres mismos, pues en mi casa -la de ustedes- hay hermanos a quienes jamás pudimos llamarlos como fueron bautizados, porque los sentíamos desconocidos. ¿Pueden ustedes creerlo?