- Creo que coincide con mis vacaciones más recientes, doctora-, le dije.
-¿Cómo así, Marce?- contestó, cuestionándome llena de asombro. -Todos suponemos que salir a vacacionar implica descanso, relax y esparcimiento, jamás un estado de alteración como el suyo.
-Eso supuse yo. Es más: en esa ocasión pedí a mi hijo y marido que ellos mismos hicieran su equipaje para evitarme prisas injustas…
La mujer me interrumpió de tal manera que yo no atinaba si esconderme bajo el sillón o salir corriendo. Primero apretó los labios, sus mejillas empezaron a temblar y, enseguida, toda ella estalló en una carcajada abierta y estentórea.
La recepcionista entró alterada al consultorio y preguntó si pasaba algo malo. La doctora, como pudo, le dijo con palabas cortadas: "les pidió que hicieran el equipaje". La chica no tuvo ningún pudor y pasó directo a la hilaridad; así lo hicieron unos minutos hasta que tomaron aire y, muy atentas frente a mí, se dispusieron a escuchar esta historia.
Conté lo siguiente. Saldríamos a un viaje de cuatro días y, aludiendo a mi derecho para el descanso, igual que mi familia, sentencié que cada quien haría su equipaje y se encargaría de controlarlo. Me sentí entre conforme y apenada cuando, quince minutos después, habían concluido la tarea, mientras yo apenas elegía los atuendos.
Me apresuré a terminar y partimos, pero unos minutos después empezó el suplicio: en lugar del protector solar, mi hijo cargó con dos tubos de pasta dental que ya se untaba en la mejilla derecha preparándose, con muchísima anticipación, para ir al mar; al instante soltó un grito causado por el escozor, tomé una toallita húmeda y le limpié la cara, pero ya había huellas del desliz sobre su ropa, así que le pedí se pusiera algo limpio. Lo hizo enseguida y apareció con un traje de baño y chanclas, justo cuando afuera del auto había una temperatura ¡de 10 grados! Él argumentó que íbamos a la playa, así que no consideró otro tipo de atuendo para el camino.
Cuando llegamos al destino, mi marido desempacó tres pantalones cortos, cuatro camisas de manga larga y un par de botas. Desodorante, champú y cualquier clase de crema brillaban por su ausencia. "Creí que lo habías puesto en tu maleta", dijo. No quise preguntarle por el cepillo de dientes y las playeras frescas; estuve a punto de decirle que lamiera la mejilla del niño y anduviera sin camisa moviendo la pancita a los turistas, pero eso me hubiese dado mucho remordimiento.
No pude continuar; las lágrimas llenaron mis ojos y un nudo en la garganta enmudeció mi voz. La doctora tomó su libreta y anotó: inocencia crónica; tomar Diazepam por las noches y dosis libres y continuas de sentido común.
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