Mi sobrina dijo: vale más soltar tortugas que vender los huevos. El comentario desató una dialéctica de asegunes, y eso que en el limbo de las vacaciones, ignorábamos que el precio del blanquillo andaba por cielos, altura que entre los ovíparos nada más alcanza el águila.
La conversación se hizo al calor de la playa y el incendio del encono, todo porque, con nuestra finísima intención ecológica, nos encaminamos hasta Tecolutla para participar, sin costo alguno, en la liberación de tortuguitas loras. Este tipo de quelonios vagan en las playas de Veracruz y siguen en peligro de extinción aún después de los 20 años invertidos por un costeño para conservarlas. Mucho ha logrado si se considera que protegen hasta 800 nacimientos diarios; pero considero que más alcanzó esta persona en cuestión de pesos con la asociación que ahora tiene.
Acepté el ritual sólo por exhortar a los turistas y depredadores a dejar en paz sus huevos, y así lograr, de modo natural, que vuelvan a las playas veracruzanas estos animalitos tan simpáticos. El mío se llamó Alex (porque es lora), y si no se lo tragó una gaviota, ahora debe andar en aguas frías y profundas buscando a su real madre.
Pero claro, la vida en realidad no es tan bella, porque resultó que fue más caro enviar a Alex al mar que irme a almorzar a sus hermanos. Una mujer con cariz de general, nos ordenó formar una fila, ponernos firmes, no salir del grupo, callarnos todos y esperar a que su perorata terminara; entre otras cosas, quiso ablandarnos el corazón -porque el de ella está medio canijo- pidiéndonos que, cuando nos entregaran a nuestro bebé, le habláramos al oído -¿pero por dónde oyen las tortugas?- para pedirle regrese dentro de 10 años a mostrarnos a sus peques.
Todos los presentes, las señoras sobre todo, estaban sobrecogidas de la emoción; un montón de jovencitos planearon un bautizo rápido antes de soltarlas en la arena y se fotografiaron con las manos listas para recibir. Pues ándale que ya casi para entrar en acción, la generala dice: "ahora sí, vayan a nuestra tienda a comprar alguno de nuestros productos; les entregarán una tarjeta que van a intercambiar por su tortuga"; y resultó que la "tiendita" ofrecía productos de 70 y más, como si fuera programa gubernamental.
Los pobres chicos se miraron asombrados; muchos de ellos apenas sí acababan de quitarse la arena de su ropa interior, porque dormían en campamentos, y pagar 70 pesos por soltar a un ovíparo que quién sabe si nos escuche, implicaba quedarse sin comer un día entero. Algunos pasaron de las lágrimas al desdén y se retiraron; otros, con más suerte, encontraron a una abuelita con hartos nietos quien tuvo a bien comprar sendos regalos y repartir tarjetas para disminuir el índice de frustración latente en el lugar. La generala, por su parte, se puso a vender protectores solares por su propia cuenta.
Quienes pudimos liberar a una tortuga ni siquiera disfrutamos la despedida, porque al lado de sus patitas marcadas en la arena, quedaron las de quienes no tienen dinero para ayudar a salvar al mundo, bueno, creo que la mujer mandona confunde a los visitantes miembros de Green Peace, porque liberar tortugas, calculamos, les devenga por ahí de 15 mil pesos diarios, más los apoyos siempre dispuestos para quienes, "sin afán de lucro", cuidan a la naturaleza.
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