La estoicidad con que las mujeres acudían antes al matrimonio era admirable. Se sabían futuro objeto de una veintena de embarazos, trabajos domésticos forzados, limitadísima libertad y silencio a discreción.
No es toda esta lista de horrores lo que las hacía admirables, es la sonrisa con que aparecen en las fotografías de boda; y era sincera, porque dedicaban su vida plena y enteramente a los hijos. Las blancas horas y los días negros eran en exclusiva para cuanto vástago les enviara el Señor.
La vida moderna cambió algunas cosas: ahora son tres embarazos -y eso en caso de gran valor-, trabajos domésticos pagados por nosotras, libertad condicional e indiscreto ruido familiar.
Lo que más cambió fue la actitud sumisa ante la temible tarea de educar chiquillos. Nos pone entre la espada y la pared el solo hecho de decidir cuál es la mejor edad para ser madres.
Las carreras profesionales cuestan un dineral y echarla por la borda a cambio de cuidar hijos antes de los 30 años nos parece delictuoso. Por otro lado, si esperamos más allá de los 35, la medicina se ha encargado de advertirnos sobre los muchos riesgos de ser primerizas después de las tres décadas.
El caso es que, sea cuando fuere, el nacimiento de un bebé -cosa muy linda, no lo niego- antes venía acompañado de una torta, pero hoy en día debería incluir un paquete gratis de consultas con el sicólogo: si somos jóvenes, nos resignamos; si muy grandes, nos remuerde la conciencia.
En el primer caso, la resignación llega al pensar que no podemos desarrollarnos plenamente en lo profesional ni en lo social por las necesidades de nuestros hijos, así que debemos esperar a que crezcan, maduren, estudien, sean autosuficientes y tomen su camino. Lo siento, amigas, pero cada una de estas cosas puede suceder o no; mamá tiene cerca de 50 años esperando la boda de mi hermano y acabó por resignarse.
Por otro lado, si el hijo viene cuando estamos realizadas en nuestra profesión, viajamos, socializamos, nos dieron raras enfermedades, se presenta otro predicamento: no tenemos la energía de los 20 años, correr en el parque es limitado, insistir en la tarea resulta pesado y optamos por decir: "Yo prefiero el sistema Montessori y que ellos decidan en qué momento hacerlo", pero ya en la cama a punto de dormir, nos viene un remordimiento encarnizado que repite: "Debiste insistir, debiste subir con él al resbaladero y no vomitar en el ratón loco de la feria".
No hay paz, a fin de cuentas. Así que respecto de los hijos, sucederá siempre como al estudiante que le preguntó a Platón si debía casarse. El pensador le contestó: "Haz lo que quieras, de cualquier manera te vas a equivocar".
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