La lluvia me ha hecho siempre muy feliz: sea porque su presencia apacienta mi alma, o bien, por su intención de enfrentarme a situaciones complicadas; al final de cuentas son sólo pruebas sorpresa, superarlas también traen alegría.
Andando en la sierra de Oaxaca, hace algunos años, el sueño y la ignorancia me hicieron tomar la carretera equivocada. El desvelo de las muchas horas en el camino y obnubilada por los interminables voladeros apenas delimitados por zacate verde, no me permite hoy recordar con precisión cómo sucedió el accidente, pero estoy cierta de que mi ángel de la guarda puso, justo en ese tramo del camino, un pequeño cerro que detuvo mi caída libre.
Ya de por sí tenía sobre mi preocupación que la persona a quien fui a buscar hasta Quintana Roo, y quien debía guiarme para mi reportaje, se presentó tarde y con un legajo de folletos turísticos para dejarme entre la selva, sin saber qué decidir y aún con el escozor de un chile habanero que comí en un puesto del camino.
El otro vehículo era un autobús de pasajeros que poco se preocupó de la situación de mi auto, al que por cierto fue necesario cortar un trozo de polvera, pero además quedó sin luz y fue necesario usar una lamparita de mano para avisar a los conductores en contrasentido que por ahí iba alguien más que avanzando, penando.
Finalmente, un taller eléctrico resolvió el problema, pero en tanto se daban a la tarea manual, la radio no se cansó de describir cómo asaltaban en los caminos y las muchas muertes a machetazos en las comunidades. No podía postergar, como quiera, mi destino, y enfilé por la carretera hacia México en una noche muy larga e inventando versiones chuscas de la Ilíada para evitar que mi acompañante cayera en brazos de Morfeo.
Aún faltaban unos detalles: el bulto blanco en la carretera y la tormenta que tuvo a bien iniciar justo cuando me enteré que los limpiaparabrisas no funcionaban. Cuando libre la Ciudad de México, con el alba, aún me faltaban 12 horas de camino pero ya me sentía en casa.
Y viene todo esto porque ayer una tormenta oaxaqueña me impidió llegar al lugar seguro y electrónico. No puedo decir que me tomó por sorpresa porque la lluvia acá es cosa de todos los días, más bien me comió por boba como se dice en el juego de damas. Era imposible acelerar a más de 30 kilómetros por hora y el reloj, por más insistencias mías, no aceptó detenerse; a fin de cuentas, ésa es la razón por la que ayer no les hablé de Mitla, Hierve el Agua y Monte Albán.
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