En el pasado no había mayor problema, no con los compañeros, pero sí con la sociedad: acudir a un baile y soltarse el pelo, era motivo y razón para que a uno le practicasen un exorcismo.
Ahora recuerdo, por cierto, un sitio céntrico en mi ciudad cuyos laureles se mantuvieron por algunos años en la década de los 70. El sólo hecho de pasar por ahí dejaba empecatado a cualquiera, pues esa visto de paredes rojas y brillantes no podía ser buena para ningún alma; lo peor del caso es que estaba ubicado en un crucero populoso, pues era la "parada" de autobuses urbanos, entonces, evitar el punto era sumamente difícil, y eso le daba muchísimo trabajo a los sacerdotes los domingos antes de misa. Además de la decoración, lo que preocupaba a los padres era que cerraban a la una de la mañana, la gente fumaba dentro y cada quien bailaba como le venía en gana. ¡Cómo así, Marce!
Pero todos eran díceres, en realidad nadie fuera del antro aquel podía dar testimonio fiel sobre los acalorados pasos salientes de la cabeza esquizofrénica entre tanto joven desaforado -ay, que feo sonó todo esto-. De alguna manera, el Crazy Horse evitó depresiones y suicidios si se trataba de sacar ahí dentro todas las frustraciones, cosa imposible hoy en día.
Si bien, los padres en el pasado recordarían el yerro a sus hijos toda la vida por sus terribles suposiciones, hoy basta medio minuto para que la eternidad tenga entre su gracia la prueba fehaciente de nuestro baile simiesco y todo gracias a las cámaras indiscretas que cualquier hijo de vecino puede traer en el bolsillo y, lo peor, se siente autorizado a publicar nuestra privadísima danza ante el mundo entero.
Con todo lo anterior, háganme caso y no anden creyendo eso de "no le dé pena, tío, baile como quiera, estamos en familia". Ya verá cómo, mañana mismo, puede ser el video más visto en YouTube. Si no desea provocar la algarabía todo el año al mundo entero, por lo menos no de ese modo, mejor responda algo así: "mejor me espero a las calmaditas".
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