Cuando hay beisbol en el rancho, la vida se vuelve otra. Sé mucho sobre ese deporte: disciplina tan fascinante como para arrancar de la rutina un racimo de vidas curtidas bajo el sol.
Hay un campo en el lugar; es amplio, tanto como para que aterrice una avioneta, se baile una ronda, se organice un rodeo o suceda un partido de beisbol. Si es esto último, no es menester sonar las campanas al vuelo, mandar avisar a las casas, pasar con altavoz ni enviar invitación impresa: hay cierta connivencia entre hombres y mujeres que les ha construido un olfato canino para saber cuando el acontecimiento está en puerta.
Esa puerta se amplía y todos caben por ella a fin de dar salida a su premura por ocupar un lugar en la restringida escalinata, regalo de algún candidato ganador hace muchos años. Las puertas no dan salida: dan a luz, porque cierran sus vanos en cuanto las creaturas están afuera y tardan mucho en dejarlos entrar otra vez; de otro modo, los señores no se entretendrían hasta la madrugada en acudir al lecho después de ver el juego.
El beisbol del rancho huele a cerveza tibia y a cigarro. Desprende aromas de mansedumbre entre los hombres que se suponen recios, mas se quedan vencidos con la escasa oportunidad de no ser ellos mismos, sino parte de un mundo que se conoce sólo a través de los iluminados que saben batear como Dios manda.
Los niños se vuelven hombres, los hombres regresan niños y las mujeres parecen libres. Aprovechan las señoras la libertad para quejarse por el abandono durante una tarde del domingo y entonces, así, ejercen su libre albedrío para dedicarse a ellas mismas, ya extensión del otro que está sentado en la escalinata del candidato.
La carrera se grita, quien sea que la logre, porque en el rancho no hay dos equipos: ambos son cercanos con camiseta diferente. Los iguala el olor a leche fría y a tierra suelta; sudan igual y se convierten idénticos en una cosa dócil dispuesta a cuánta cosa, siempre y cuando la promesa del beisbol siga vigente y esperanzadora.
Me gusta el beisbol en el rancho, porque el pueblo se queda como muerto, engañándome la vista y el oído, pues en realidad está que reboza de vida entre hombres campesinos que, por una tarde, se vuelven cronistas, críticos, otros y los mismos. Se vuelven todos niños.
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