Entraron todos los chiquillos en tropel con la emoción saliéndoles por la boca. Se limpiaron los tenis y largaron las chamarras para que se viera muy claro el escudo de su escuela: es que vinieron de Francia para grabarlos.
Yo daba el último toque al peinado de mi hijo cuando se detiene para preguntarme: “¿Y por qué les interesa en otro país lo que hacemos?” Me compliqué un poco para contestarle que les llama la atención que ellos, chiquillos de primaria, no hacen simulacros por si hay un sismo o un incendio, sino de cómo proceder durante una balacera.
Luego me acordé de John Red y sus crónicas noticiosas y, después, noveladas sobre las revoluciones en muchos países. Es que esos franceses andan haciendo de testigos de una realidad extraña en otros lugares por la naturalidad con que la toman nuestros niños.
Le dije que en otros lugares del mundo no necesitan hacer simulacros como éstos, pues no hay enfrentamientos en las calles como ahora en nuestras ciudades, pero si vinieron ahora es porque se trata de algo pasajero –donde pasajero no tiene un tiempo precioso de caducidad, pero de que termina, terminará- y temen se les vaya de las manos.
En la escuela les pidieron que todos llevaran, sin falta, el uniforme, para que salieran parejitos en el video y, por lo menos, quedara a salvo la dignidad en pie aún en medio de un mundo que parece derrumbarse.
Vinieron de Francia, como pudieron llegar de Japón, Canadá o Finlandia, para registrar la vida cotidiana en medio de la incertidumbre que crece durante una guerra, porque así se le llama a estas cosas, aunque el nombre nos dé miedo.
Espero -esto no se le dije que esos extranjeros lleven grabado, además del miedo y la urgencia por sobrevivir, el estoicismo de las personas comunes, las que no salen en el periódico por buenas o por malas pero que se encargan de mantener en pie esta sociedad que está a la espera demejores escenas para invitar a los otros a conocerlas de cerquita.
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