En una ocasión, usted, Sr. Quevedo, escribió: "¡Qué fatales destinos traen consigo los grandes beneficios, pues casi siempre se pagan con mayores ingratitudes y ofensas.........!" ¿Podría fundamentar su sentencia moral?
- Con gusto- respondió Quevedo: la historia universal nos ha mostrado este problema de la ingratitud en todos los países, épocas, y posiciones sociales de los ingratos. Lo que sucede, es que la gran mayoría de los seres humanos sí agradecen los pequeños favores recibidos. Pero cuando se trata de beneficios mayores, por lo general, el favorecido aborrece a su benefactor, pues se siente supeditado y subordinado a él.
- Ahora recuerdo, qué razón tuvo - Sr. Quevedo -, el historiador italiano, Francesco Guicciardini, al haber escrito en su "Historia de Italia", lo siguiente: "Nada es más breve que el recuerdo de los beneficios; y cuanto mayores, tanto peor se pagan".
- ¡Exacto, amigo - respondió Quevedo. Y es que al sentirse el favorecido supeditado a su benefactor, su soberbia y bajeza de alma lo impele a comportarse como un vil ingrato, queriendo con esta ingratitud romper el vínculo que existía entre ellos!
- Quisiera, Sr. Quevedo, transmitirle una reflexión profundamente sabia sobre la ingratitud, sentimiento vil que usted a lo largo de su obra escrita lo ha estudiado hasta sus mismas entrañas. Me refiero, a Silvio Pellico, quien en su obra, "Deberes de los hombres", escribió: "Solamente es bueno quien sea agradecido a todos los beneficios (incluso a los mínimos). La gratitud es el alma de la religión, del amor filial, del amor a quienes nos aman, del amor a la humanidad, de la cual preceden tantos beneficios y tantas dulzuras".
- Muy provechosa la reflexión que nos das - le dijo Quevedo -. Ya en la antigüedad, el romano Publilio Siro nos había dicho que lo peor que podemos decir de un hombre es que es ingrato. Si examinamos bien las cosas - continuó hablando Quevedo - se dan ingratitudes perversas - siendo la más odiosa la de los hijos con sus padres.
- Y también - Sr. Quevedo -, la ingratitud se debe a un mal cálculo, pues quien ha favorecido a otro, guarda la disposición de volver a beneficiarlo. Sólo, que al haberse retirado el ayudado, cancela que su benefactor vuelva a favorecerlo, ya que habrá notado la ingratitud con su ausencia.
- Y a esto se refería Shakespeare, Sr. Quevedo, al haber escrito: "Los hombres cierran la puerta al astro que se pone". Su vileza y soberbia no les permite a los ingratos, entender que el astro Sol se retira a descansar por unas horas, y que volverá a salir indefinidamente en cada aurora, sólo que el Sol no volverá a ver al desagradecido.
- Es imposible que al favorecido le broten dulces palabras para su benefactor - le dijo el Sr. Quevedo. ¡Ahora entiendo, Don Francisco de Quevedo, la sólida razón que tuvo el filósofo y escritor Voltaire, al haber escrito en una de sus cartas al Cardenal Richelieu: "Siempre he detestado el vicio de la ingratitud, y si el diablo me hubiera beneficiado, hablaría bien de sus cuernos".
- ¡Excelente, amigo - le contestó Quevedo! Quiero que sepa, que hay tres clases de ingratos: los que se callan el favor ante los demás y aun ante su benefactor; los que lo cobran exigiendo más a su benefactor con fingidas maneras y falsedades; y por último, los ingratos que vengan el favor recibido, dañando a sus benefactores.
- La historia - siguió hablando Quevedo - nos da incontables ejemplos de la vileza de alma de beneficiados que traicionaron o dieron muerte a sus benefactores. No pudieron soportar lo que ellos sentían como subordinación humillante, a pesar de la conducta ejemplar y benevolente de los benefactores con sus beneficiados.
- ¡Por lo que veo - Sr. Quevedo - el ingrato ha sufrido una depravación en su alma!
- Así es, amigo - le respondió Quevedo. El alma se deprava cuando se pervierte y corrompe. El espíritu se apaga y la luz de la conciencia se mancha.
- Ahora me doy cuenta - Sr. Quevedo -, de la inmensa importancia de la claridad y bondad de nuestra alma. Y la ingratitud demuestra que nuestra conciencia moral se ha corrompido. No se - Sr. Quevedo -, cuál sea la causa fundamental de toda ingratitud. Creo, que la soberbia y el orgullo enfermo son dos causas, pero tiene que haber otras, necesariamente.
- ¡Y lo peligroso - Sr. Quevedo - de toda ingratitud, es que abre la puerta a otros vicios horrendos, como la deslealtad y la traición, que con seguridad han de ser primas entre ellas!
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