Malamente, permití que mi conciencia se hermanara con mi imaginación
Esto escribí en mi Diario, hace apenas unos meses, y se lo mando a usted para que lo pulique en su columna, Palabras de Poder, con la esperanza de que pueda ser útil a algunos lectores.
¡Soy orgulloso, y hasta soberbio; y a la vez, me siento tan poca cosa, que no se qué hacer con mi vida! ¡No vayan a pensar, que soy un tonto y un hombre sin ambiciones! Al contrario, ambiciono demasiado, imagino mis triunfos, aun y cuando sé que soy un fracasado, pues ninguno de mis planes lo llevo a la práctica.
Padezco de algunos defectos que provocan un profundo odio a mí mismo. Por ejemplo: siempre estoy pidiendo disculpas de todo, aun de las cosas de las que no soy culpable. Observo las risitas burlonas de quienes me ven disculpándome. ¡Yo sé, que todos ellos me consideran un inferior por éste defecto! Y lo peor de todo, es que no me despiertan odio quienes se burlan de mí. Y sí en cambio, me odio por ésta conducta que considero repugnante.
¡No sé si ustedes me comprenderán, y si alguno me comprende, le rogaría que me lo explicara! ¡Miren, se trata de esto!: me odio por disculparme de todo, me siento un inferior por no poder llevar a la práctica mis planes. Y no obstante esto, cuando estoy sumergido en estos sentimientos, de pronto, siento como un empalagamiento en todo mi cuerpo, que me resulta placentero. ¿Cómo es posible que pueda sentir esta voluptuosidad, éste empalagamiento, a lado de mi clara conciencia de inferioridad? No lo sé. Si alguien lo comprende, por favor, deme una explicación.
Siempre he gozado de una imaginación muy viva. Al principio les decía que soy muy ambicioso, y no un hombre mediocre y cualquiera. Y también les confesaba cómo triunfaba en las escenas de mi fantasía. ¡Cuántas mujeres he conquistado, cuántos triunfos económicos he tenido, solo que desgraciadamente, no han ocurrido más que en mi imaginación!
No sé, lo que sintió Napoleón cuando ganaba una batalla. ¡Pero les aseguro, que yo no siento menos con las victorias de mi fantasía! Sé que esto no es normal, y podría sonar hasta ridículo. Pero no estoy hablando de normalidad, sino de algo muchísimo más importante: los goces reales que siento al imaginar cosas.
¿Cuál es la razón de mis victorias fantasiosas? Estoy seguro, que nadie conoce la razón de las suyas. ¡Fíjense bien, les podré éste ejemplo! Lo que voy a contarles me ha sucedido desde que tengo uso de razón: me imagino que estoy discutiendo con cierto conocido. Él me insulta o me dice cosas que me parecen injustas. Luego, le respondo, y al final, me doy cuenta que todo ha sido fruto de mi fantasía. Y lo raro de todo esto, es que si a los pocos días me encuentro con ese cierto conocido, le guardo coraje y ya no lo puedo saludar cortésmente. Siento, como si realmente me hubiera tratado injustamente, cuando todo sucedió solo en mi imaginación.
Sufro mucho por todo esto que me pasa, y lo peor de todo, es que me sigo imaginando cosas buenas y malas, y sigo pidiendo disculpas por todo. Hace unos días, me sentí verdaderamente apabullado, pues yo mismo me decía que no tenía remedio. ¡Y de pronto, sorprendentemente, creo que por primera vez en mi vida vi mi problema con toda claridad! Me dije: sufro y soy así, no porque sea inferior, sino por el hecho de que gozo de una conciencia extremadamente vigilante.
Me di cuenta de que mi conciencia no la utilizo para lograr una mayor claridad de mis situaciones, sino que la empleo como un arbitrario policía que todo lo quiere escudriñar. Malamente, permití que mi conciencia se hermanara con mi imaginación. Y una vez juntas, caí en el vicio de agudizar mi conciencia para alimentar mi imaginación y nutrirla con fantasías, lo que me llevaba a querer agudizar aun más, mi conciencia delirante.
¡Esto para mí resulto sorprendente! A mayor conciencia, más me repugnaba la acción y el enfrentar las adversidades de la realidad. Y al repugnarme la acción, más me metía en mi conciencia y en mi imaginación.
¡Así las cosas, amigos, que me decidí a lo siguiente!: dejar de estar imaginando, dejar que mi conciencia me robe la vida. ¡Es ahora, o nunca, me dije…..!: dejaré de estarme culpando por todo, de pedir perdón por lo que no hice, de sentirme un Napoleón, cuando sólo he sido un merolico de mí mismo y un farsante. Era un día lunes, y me decidí a salir del presidio de mi conciencia. Ese mismo lunes, acudí con un señor que vendía un maletín que contenía productos de limpieza para los hogares.
Le pagué al señor el costo de los productos. Ese lunes por la tarde, llevé a la tintorería mi único traje, brilloso en algunas partes, de lo muy usado. Al día siguiente, fui con un zapatero que conocía, y le encargue que de urgencia le pusiera “medias suelas” a mis zapatos, pues uno de ellos ya mostraba un agujero.
El jueves, me puse mi traje, tomé mi maletín, y me lustre mis zapatos, que ya tenían sus “medias suelas”. Salí de mi casa a las once de la mañana, y me dirigí a una colonia cercana. Toque la puerta y me abrió el señor de la casa. Al minuto, se nos unió su esposa. Yo les mostré mis productos, y con tan buena suerte, que me los compraron todos. Recuperé mi inversión, más la ganancia que excedía del cincuenta por ciento de mi inversión inicial.
Me despedí de los señores, no quise ir a comprar más mercancía, sino gozar intensamente mi sentimiento de triunfo. ¡Qué me podían importar las batallas ganadas por Napoleón, o los éxitos de los grandes empresarios!
El sol me daba de plano en la cara, me sentía más liviano que el aire, empecé a pensar que podría llegar a ser una realidad el abandonar la prisión de mis fantasías y mi inactividad, y adentrarme con valor en la vida.
Observemos como esta persona creyó en sí misma, y se dio cuenta de que la acción es lo decisivo en muchas cuestiones fundamentales de nuestra existencia.
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