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Jacinto Faya Viesca

Desde un principio me di cuenta que el desenfreno de los dos a nada bueno nos iba a conducir

En un Diario, en el que se notaba claramente que en sus hojas habían caído muchas lagrimas, está escrito el siguiente relato:

¡No me mato porque sea un cobarde! ¡Sigo vivo porque creo que sólo muriendo de dolor, puedo pagar en una ínfima parte, las monstruosidades que causé!

En los últimos meses antes del trágico suceso, llegaba a mi consultorio médico con una ansiedad mezclada de miedo y de un exacerbado deseo sexual. No me importaba ya, que estuvieran pacientes esperando mi llegada. Apenas entraba a mi cubículo, cuando a los pocos segundos llegaba mi enfermera asistente.

¡Ya no esperábamos saludarnos ni entablar la más mínima plática! Yo como loco, empezaba a besarla y a tocarle su cuerpo. Patricia (usaré éste nombre que no era el suyo) después de besarme y tocarme, con un deseo desenfrenado, me dejaba exhausto. A pesar de que varias veces a la semana nos veíamos después del trabajo, nos resultaba imposible el poder contenernos cada vez que yo entraba a mi consultorio.

No me cabe duda de que me enamoré de Patricia hasta la locura, y que a ella le sucedió lo mismo. Patricia tenía en ese tiempo, veintidós años y yo treinta y uno. Esta relación empezó como todas: una señal mía o la de ella prendió el incendio. Desde un principio me di cuenta de que el desenfreno de los dos a nada bueno nos iba a conducir. Al mes de que empezó todo, yo me hacia la promesa más sincera de que a mi llegada al consultorio yo no daría pie para que esto siguiera. Y pensé también, que poco a poco iría enfriando las cosas, y de ser posible, la despediría indemnizándola adecuadamente. Pero apenas llegaba a mi consultorio y mis buenos propósitos los borraba la lujuria.

No sé, si el hecho de que yo fuera casado y que Patricia fuera una mujer exageradamente erótica, hiciera más interesante y explosiva nuestra relación. Ahora creo, que confundí el sexo con un amor que yo me decía que nunca antes había sentido.

Patricia era una mujer soltera y creo que yo fui el primer hombre que intimó con ella. Desde nuestro primer encuentro hasta el último, todo duró entre nosotros casi cinco meses. A pesar de que yo estaba enloquecido de deseos y de amor por ella, la realidad es que todo el día me sentía muy inquieto y nervioso. Me disminuyó el apetito y el sueño, y empecé a fumar, lo que nunca antes había hecho.

Por supuesto que mi esposa empezó a sospechar desde la segunda semana. Lo recuerdo muy bien, pues me reclamó si salía con otra y que si ya no la quería. ¡Voy a parecer que estoy loco, o más bien, creo que ya estoy loco! Yo a mi esposa siempre la amé mucho. Nuestras relaciones íntimas siempre fueron satisfactorias en los seis años que teníamos de casados, y antes de que surgiera la tragedia que cambió mi vida para siempre.

Y me pregunto: ¿si estoy loco, por qué sufro tanto?, ¿y si no lo estoy, por qué razón me digo que merezco sufrir mucho y que por ello debo seguir con vida? Ante la tragedia que causé, ¿no sería mejor matarme? No hay un solo día en que pueda dejar de pensar en ésta y mil preguntas más. ¡Realmente es horrendo que a veces no podamos regresar el tiempo! ¡Yo le he pedido a Dios que regrese en mi caso el tiempo y me dé una sola oportunidad, una sola y ninguna más, para que yo pueda empezar todo de nuevo!

¡Cómo es posible que haya cometido ésta locura, si para mí no había nada más importante y dulce en el mundo que despertarme y besar y abrazar a mis hijos! La más chiquita tenía apenas siete meses de nacida. El de en medio acababa de cumplir un año y ocho meses, y la mayor cumpliría cuatro años al día siguiente de los horrorosos sucesos.

Patricia comenzó a presionarme para que me divorciara de mi esposa y me fuera a vivir con ella. Yo, al principio, no le di importancia a esto. Pero Patricia me seguía insistiendo con una vehemencia, que ahora sé, era la vehemencia de una desquiciada. Cuando yo no entraba al tema, Patricia me negaba sus favores íntimos, y yo siempre me doblaba.

Como a los cuatro meses de nuestra relación, yo me sentía enormemente presionado por Patricia y ya no sabía qué hacer. Mis grandes deseos sexuales se apagaron por completo, y realmente, todo el día me sentía muy preocupado.

Le avisé a Patricia que al día siguiente saldría a la ciudad de Acapulco a una convención de médicos, diciéndole el hotel en el que me hospedaría. Deshecha en lágrimas me pidió de nueva cuenta que dejara a mi esposa, o que al menos se lo prometiera fuertemente que la dejaría. Le contesté con toda fuerza que eso era imposible, y máxime siendo el padre de tres niños. Para consolarla le dije, que en otra situación, en otro tiempo, y sin hijos, eso hubiera sido posible.

Como a las tres de la mañana del día siguiente, me despertó el timbre del teléfono y era Patricia la que me llamaba con una serenidad de hielo, y me dijo: tus hijos ya no son un impedimento. Estoy en la recámara de ellos y los acabo de matar, al igual que a tú esposa.

Me trasladé de inmediato a mi casa en la Ciudad de México, al llegar, mi casa parecía un manicomio con escenas del más puro terror. Mi enfermera había asesinado a mi esposa y a mis hijos.

Delante de todos: policías, familiares, medios de comunicación, Patricia con su cara blanca como la cal, me dijo: tú me autorizaste a matar a tus hijos al decirme que sin ellos “hubiera sido posible”.

Ahora el Doctor vive de la caridad de algunos de sus amigos y está recluido en un hospital psiquiátrico. Según los enfermeros, permanece semanas y meses sin decir una palabra, y que cuando habla, sólo dice: ¡Dios mío, mis hijos… mis hijos… mis hijos!

jacintofayaviesca@hotmail.com

twitter: @palabrasdpoder

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