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Pasión por los dinosaurios

Minutario

GUILLERMO SHERIDAN

Mi hijito de cuatro años ha criado una familia paralela que poco a poco ha invadido la casa. Creemos que es un complot perfectamente calculado para apoderarse de nuestros recursos naturales. Es una familia adventicia de dinosaurios: esos okupas de la curiosidad infantil con los que es imposible negociar.

Pululan por doquier. En el cuarto del niño hay unos pajarracos cuidando canicas que parecen avestruces emos. Hay que entrar con tiento a ese cuarto para no sufrir un choque con uno de esos pajarracos de pico de bisturí, cabeza de clavija y alas de parapente que vuelan, a fe mía, hechos la madre. En el librero, entre las obras completas de Jung, rugen unas iguanas aplanadas con corcholatas invertidas en las cabezas. Al entrar a la cama no es raro que los dedos de los pies acaben entre los colmillos como navajas de un tiranosaurio rex. Ya una vez descubrimos una especie de peneque azul con aletas que flotaba plácidamente en las aguas heladas del excusado egoísta.

Partes enteras de la casa se han convertido en criaderos, en guaridas y en campos de batalla en los que dinosaurios cabezones defienden sus nidos de los depredadores. El pequeño jardín está obviamente lleno de excavaciones en las que cada piedra es un cráneo y cada ramita un fémur. ¿Y qué hace ese sapo con tricornio en el congelador? Muy sencillo: ha comenzado la edad del hielo. Y la cinta sonora que acompaña todo esto: rugidos cavernosos, chillidos agudos de urracas prehistóricas, un caos cacofónico...

Claro, porque la otra cosa complicada es amaestrar ese silabario lleno de ocus, aurios, morfos y podos con objeto de no quedar ante el niño como un imbécil que confunde un proterosucus con un argentinosaurio, o a un quetzalcoatlus (es en serio) con un pteranodonte cualquiera.

A la hora del desayuno, no hace mucho, una criatura feroz atacó de pronto, con calculada saña y despiadada eficiencia, mis huevos rancheros. El resultado fue una explosión de desayuno cuyos estragos bañaron todo. Un asco. La mamá y yo gritamos, sorprendidos, porque el ataque fue acompañado por el chillido punzocortante de rigor. Pasado el estrépito, con el pelo goteando de yema, el niño nos advirtió que no lo regañásemos a él, que el culpable había sido un incisivosaurio, un "ladrón de huevos" que no pudo controlar su instinto. El tal incisivosaurio eran 200 gramos de plástico comprimido acostados de perfil en el batidero del plato: cara de pájaro dodo con fauces de destapador y un cuerpo de pollo recién desplumado. Ahí quedó mi desayuno: incisivosaurio ranchero.

¿Por qué los niños se obsesionan a tal grado con los dinosaurios? Deberá haber mil teorías... No faltará el freudiano que vea en el hocico del espinosaurio una máquina emasculante portátil que el niñito blande cada vez que ve al papá con la guardia baja. Y supongo que les hechiza el tamaño descomunal. Quizá pesa también como ingrediente el hecho de que los dinosaurios desaparecieron, su carácter irreversiblemente extinto: que la fascinación sauricofílica coincida con la edad en que los comienza a intrigar la muerte, ¿no será un ensayo de mortalidad? ¿una especie de propedéutica tanática?

Ojalá que ahí se quedaran los niñitos, ahí en ese zoológico caduco de fauces y escamas, plumas y garfios, caca petrificada y colmillos sanguinolentos. Los pobres. Pensar que llegará el día en que el meteorito de la infancia meterá reversa y deberán enfrentar a los verdaderos depredadores y oviraptores, a las manadas de ricachoncératops, a la inclemente gordillosauria, al gamboapascoráptor, al bartlettofisis y al retornante arturomontielónicus...

Entonces sí van a saber lo que es rugir.

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