Por alguna razón, los seres humanos pensamos que el tiempo que vivimos es la medida de las cosas. Creemos que todo lo que hay es similar a lo que conocemos, sin importar el tiempo ni el espacio,
Por eso cometemos el error de interpretar a otros pueblos y culturas con nuestras medidas, y por eso criticamos épocas pasadas con la visión del presente.
Estos errores, que en las ciencias sociales se llaman etnocentrismo y anacronismo, son un poco más serios de lo que parecen. Si nada más fuese un asunto de expertos y eruditos, no sería tema relevante. Pero resulta que estos sesgos van más lejos. Nos hacen creer que siempre y en todo lugar, las cosas han sido como son hoy, aquí y ahora.
No es que me esté poniendo filosófico, sino que quiero darle contexto al Primero de Mayo. La celebración del día de hoy es la número cien en México. El primer festejo ocurrió el primero de mayo de 1913, bajo el gobierno usurpador de Victoriano Huerta, y fue organizado por la Casa del Obrero Mundial, principal agrupación de trabajadores de México en aquel entonces. Eran muy pocos, este era un país prácticamente agrario.
Como es sabido, la fecha del Primero de Mayo recuerda a los trabajadores asesinados en Chicago en 1886, aunque se empezó a celebrar en 1904. En Estados Unidos, para evitar que la fecha, y el recuerdo de los muertos, pudiera causar motines, desde el año siguiente de la masacre se estableció el Día del Trabajo en el mes de septiembre.
No es que en 1886 ocurrieran las primeras manifestaciones obreras, ni los primeros enfrentamientos y masacres, pero la de Chicago se convirtió en ejemplo de la lucha de los trabajadores por mejores condiciones de trabajo. Para entonces, hacía cien años que las fábricas habían empezado a desplazar la vieja forma de trabajo, en casa o en pequeños talleres.
El siglo XIX fue entonces el del crecimiento de la clase obrera, antes inexistente. Para mediados de ese siglo, ya era evidente no sólo su crecimiento, sino las terribles condiciones de trabajo (menos malas que las del campo, por cierto). De ahí el Manifiesto del Partido Comunista de 1848. Pero la segunda mitad del siglo ya no fue de pura explotación. Poco a poco, los gobiernos empezaron a proteger a los obreros conforme éstos empezaban a votar. Esto, sumado a la fuerza de las organizaciones gremiales, llevó a que para fines del siglo XIX los obreros fuesen ya una fuerza política y social muy relevante en los países industrializados.
La ruptura social que significó la Primera Guerra, y la tragedia de la Segunda, abrieron paso a una época muy especial, en la que los trabajadores eran determinantes en la política, y en consecuencia cosechaban los resultados de las luchas previas: condiciones laborales antes ni siquiera imaginadas. Así vivió el mundo la segunda mitad del siglo XX.
Y, como decíamos al principio, uno cree que lo que vive es todo lo que hay. Los radicales de la segunda mitad del XIX imaginaban que toda la historia había sido la lucha de dos clases sociales; los trabajadores de la segunda mitad del siglo XX imaginaban que todo el futuro sería como su presente: trabajo estable y permanente, lo mismo que la familia, vejez breve y placentera.
Pero no es así. Ni la historia es la lucha de clases imaginada por los radicales, ni el futuro resultó el esperado por los trabajadores que hoy viven una vejez bastante más larga, difícil y pobre de la que imaginaron. Y las generaciones que hoy trabajan añoran la situación en que sus padres vivieron. Hoy ya no hay trabajos estables, ni permanentes, como tampoco las familias parecen serlo.
Tal vez los mejores momentos de las celebraciones obreras ocurrieron justo cuando terminaba su preeminencia: en los años 70. Acá en México como en muchas otras partes del mundo. Las crisis económicas de esos años, que llevaron a un cambio político trascendental, orientado más a los consumidores que a los trabajadores, fue derrumbando los sindicatos. Las nuevas tecnologías, que requerían menos mano de obra, los debilitaron aún más. Finalmente, la apertura comercial, que agregó al mundo laboral decenas de países hasta entonces subdesarrollados, acabó con lo que quedaba de las organizaciones gremiales.
Hoy, los sindicatos son una reliquia. Corresponden a otra época, en que fueron determinantes. En México, son botín de líderes; en Estados Unidos, en donde nunca llegaron a ser tan importantes, hoy sólo se defienden los asociados al gobierno; en Europa enfrentan la última lucha por salvar el Estado de Bienestar.
Pero es que nada es para siempre. En doscientos años, los trabajadores han pasado de no existir, a ser explotados, a organizarse, a ser determinantes en la vida pública, a derrumbarse, y en poco tiempo más, a no existir.
Es un proceso muy rápido, con un par de generaciones por etapa, que alcanza a verse en la vida de una persona. Un nacido en 1830 pudo ver la explotación toda su infancia y juventud, las primeras victorias en la madurez, y si llegó a los 70 años, el triunfo de los trabajadores. Alguien nacido en 1930 vio la tragedia en su infancia, la mejor época económica de la historia en su madurez, y ha visto el derrumbe en su vejez. Quien nació en 1980 ha visto el derrumbe cuando niño, y hoy, adulto joven, ve la desaparición en el horizonte.
Pero mientras los primeros veían una historia ascendente, los últimos perciben una caída. Nada teme más el ser humano que la incertidumbre, el cambio, la transformación. Y eso es lo que tenemos enfrente. Y por eso estamos aterrados. Qué se le va a hacer.