Purificar la fe
El Papa Benedicto XVI ha lanzado una invitación a nivel mundial para renovar a la Iglesia con el así llamado "año de la fe" que comienza el 11 de octubre. Sin duda a nivel mundial el cristianismo necesita una renovación para responder a las situaciones que se presentan en esta nueva época y que ha cambiado todas las estructuras que antes funcionaban. Atravesamos una crisis generalizada...
...que incluye la fe en razón del secularismo que en nombre de la autonomía individual, requiere la independencia contra toda autoridad y que tiene como objetivo vivir como si Dios no existiera. El objetivo es permitir a todos los bautizados profundizar su fe. Sostener la fe de los creyentes que, en las dificultades cotidianas, no cesan de consagrar con valentía y convicción su existencia en Cristo. Redescubrir los contenidos de la fe y profesarlos. Celebrar y orar sin olvidar el testimonio que la manifieste concretamente.
Los obispos latinoamericanos en un documento llamado "Aparecida" (por el lugar en Brasil donde se realizó en 2007) dicen que si no se fortalece la fe de la región, principalmente con una gran misión continental, no podrá resistir los embates del tiempo ya que es "una fe católica reducida a bagaje, a elenco de algunas normas y prohibiciones, a prácticas de devoción fragmentadas, adhesiones selectivas y parciales de las verdades de la fe, a una participación ocasional en algunos Sacramentos, a la repetición de principios doctrinales, a moralismos blandos o crispados que no convierten la vida de los bautizados. Nuestra mayor amenaza es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad. A todos nos toca recomenzar desde Cristo, reconociendo que no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (n. 12).
¡Qué descripción tan fuerte pero tan real! ¿Alguna vez nos hemos preguntado a cuántos escandalizamos con nuestras conductas, con nuestras acciones cotidianas que desdicen de nuestra condición de bautizados, de cristianos, de católicos? ¿Acaso por nuestra causa, por nuestras incoherencias, no terminan apartándose muchos de la Iglesia? ¿No me he apartado acaso alguna vez yo mismo de la Iglesia por los escándalos producidos por algún mal sacerdote, o por la incoherencia que veo entre los católicos? ¿A cuántos hemos escuchado decir: "no voy a la Iglesia porque no me junto con hipócritas"? ¿Cuántos desprecian la fe al ver a tantos "beatos" y "cucufatas" que se proclaman muy creyentes, que van a misa los domingos, se golpean el pecho, pero al salir de misa ofenden y maltratan a los demás, fomentan rencillas, odios, divisiones, se emborrachan, cometen injusticias, fraudes, adulterios, fornicaciones, asesinatos, robos, calumnias y tantas otras maldades? ¿A cuántos hemos escuchado justificar su apartamiento de la Iglesia y de la fe aduciendo que "creo en Cristo pero no en la Iglesia"? ¿No son cristianos los que están destruyendo al país con la corrupción o con la violencia? Lo cierto es que al apartarse de la Iglesia, al desconfiar de ella por la conducta escandalosa de alguno o algunos de sus miembros, terminan apartándose de Dios mismo y de su enviado Jesucristo (ver Rom 2, 18-24).
Es por nuestra falta de compromiso con el Señor, por nuestras incoherencias entre lo que decimos creer y lo que hacemos, que Cristo es rechazado, que la Iglesia es despreciada. Debemos tomar conciencia de que las faltas que yo cometo, grandes o "pequeñas", abaja a todos los miembros de la Iglesia, y cuando es público, se convierte en "piedra de tropiezo" para quien nos ve o escucha. Con mi mal ejemplo o enseñanzas induzco a los más débiles a cometer el mal. Con mi pecado, con mis incoherencias, con mi mal testimonio, aparto a las personas de Dios en vez de acercarlas a Él.
Ante la responsabilidad enorme que cada cual tiene, nadie puede repetir las palabras de Caín: «¿quién me ha hecho custodio de mi hermano?» (Gén 4, 9). "Si otro se escandaliza (justamente) por lo que yo hago, no es mi problema". ¡No! Somos responsables de la edificación de nuestros hermanos humanos, de nuestra Laguna, es nuestra obligación moral ser buen ejemplo para el prójimo. Los demás deben poder encontrar en nosotros un referente, personas cristianas de verdad, personas ejemplares que por su conducta irreprochable y una vida de fe coherente los acerquen al Señor Jesús y a su Iglesia.
Finalmente, no olvidemos que el primer "prójimo", el más "próximo" a mí, soy yo mismo. Por tanto, el primero a quien debo evitar escandalizar es a mí mismo. En ese sentido, la invitación es para apartar radicalmente de mi vida todo aquello que es para mí causa de tropiezo, todo aquello que me lleva a hacerme daño a mí mismo.
Seremos reconocidos como cristianos por el amor que nos tengamos unos a otros. El amor... Ése justamente es el asunto. ¡Y hay que reconocer que tantas veces damos muestras de tener tan poco amor entre nosotros! Primero, entre nosotros. Ése es el asunto fundamental, y la palabra clave es amor.
»El programa de renovación de este año de la fe se presenta apremiante ante una realidad de rupturas que reclaman ser reconciliadas. ¡Qué divisiones, qué parcialidades, qué distorsiones -no sólo de opiniones que ubicadas en el legítimo pluralismo, sin embargo, a veces se tornan absolutas y excluyentes, sino también, muy grave y penosamente, de aquéllas que trascienden los límites de la unión en la verdad y en la caridad para hacerse sectarias, parciales, hiriendo gravemente a la comunidad eclesial.
»También las rupturas y anti-testimonios del cristiano, y de los cristianos como conjunto, ya no por ideologías venenosas, o quizá también por eso, sino principalmente por incoherencia, por infidelidad. Se trata de los pequeños -y también de los grandes- egoísmos, celos, graves actitudes, envidias... en fin, de todas aquellas actitudes que van envenenando la vida y la convivencia de los cristianos, de las comunidades religiosas y de otras instituciones eclesiales. Son escándalo, son rupturas, anti-testimonio, son sonoros ecos de una "cultura de muerte".
¡Estamos hablando del escándalo que producimos nosotros los cristianos hijos e hijas de la Iglesia! ¡Estamos hablando también de personas de vida consagrada! No es la primera vez que esto ocurre desde el inicio del cristianismo. La historia recoge muchos momentos dolorosos que reclamaron en su momento una decidida renovación. Ello surge del misterio de la realidad divino-humana de la Iglesia. Es obvio que hay un aspecto de la vida eclesial que es de suyo irreformable. Nunca ha necesitado de reformas ni las necesitará jamás; es el acento en la "continuidad" cuando se habla de renovación: renovación en continuidad. Esa continuidad alude a lo permanente de la Iglesia, aquello que procede de manera especial de Dios. Pero, la comunidad social, el pueblo, que peregrina en la historia, sí necesita renovarse. La Iglesia vive en hombres y mujeres concretos, con sus virtudes y flaquezas. Ella encierra en su seno a pecadores, cuya presencia y acción, separan de lo que se espera de un miembro de la Iglesia, mancillan su rostro y obstaculizan que su labor se difunda. Por ello proceden las reformas, la renovación.
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