E L crecimiento ordenado de las ciudades, su imagen y trazo urbano, así como el aspecto de los edificios públicos han sido temas que por involucrar de una u otra manera a todos los ciudadanos genera desde un principio una gran controversia.
La apertura de las grandes vialidades que transformó a Roma a partir del papado de Sixto V, fueron concebidas para ligar los principales monumentos del cristianismo con aquellos de la antigüedad y tenían el propósito de demostrar tanto la grandeza de la Santa Sede como su vínculo con el glorioso pasado del Imperio Romano.
Los grandes bulevares que embellecieron a París en el siglo XIX, impulsados por el Barón Haussmann durante el gobierno de Napoleón III, siguieron un esquema similar al de Roma, pero también fueron pensados para mejorar la higiene de dicha urbe y evitar que se atrincherasen durante los levantamientos populares sus inquietos habitantes.
Por otro lado, el uso de los edificios públicos para transmitir ideas o proyectar la imagen deseada de un régimen o un gobernante se ha repetido una y otra vez a lo largo de la historia y fue expresado con arrolladora claridad por Adolfo Hitler quien, tal vez parafraseando a Víctor Hugo en su novela Nuestra Señora de París, alguna vez afirmó que la arquitectura es la palabra hecha piedra. Lo cual ayuda a entender el porqué las fuerzas de ocupación aliadas -en una Alemania devastada por la guerra- decidieron destruir la mayoría de los edificios construidos durante el nazismo, pues estaban cargados de un contenido ideológico tan fuerte que se convirtieron en un insoportable recuerdo del totalitarismo.
De hecho, son tan poderosas las decisiones que se toman en la arquitectura y el urbanismo que el simple trazo de una avenida incrementa o destruye el valor de una propiedad, puede detonar el crecimiento económico de una región entera o arruinarla, unir o segregar partes de la ciudad y cambiar completamente el carácter de sus barrios. Son tantos los factores, intereses y condicionantes que intervienen en las decisiones a nivel urbano, que siempre habrá alguien que será afectado o quedará inconforme y es ahí donde entra en juego la valentía que se requiere para llevar a cabo esos proyectos y hacer frente a la inevitable oposición que les acompaña. Lamentablemente, muchas veces ocurre primero la ocupación de la tierra; ya después viene la urbanización, la regularización de la propiedad y por último -si es que se da- su planificación. Este caos genera una serie de problemas tal y como sucede en el Valle de Chalco, donde esos asentamientos realizados en un lugar inadecuado para ello, hacen que año tras año sus pobladores enfrenten una serie de espantosas inundaciones.
Luego, está ese deseo a veces teñido de un cierto egocentrismo, de dejar una huella visible y palpable de un gobierno, algo que permanezca, que dé testimonio de los logros, de las aspiraciones de quienes detentaron el poder. Es así que en nuestro país surgieron proyectos como los del Palacio de Bellas Artes de Adamo Boari, que materializa los sueños del Porfiriato, o del hoy destruido Estadio Nacional de José Villagrán García, erigido en 1924 durante la presidencia de Álvaro Obregón a instancias de José Vasconcelos, el cual no sólo fue concebido para que se efectuasen actividades deportivas, sino también para la realización de mítines, por lo que antecede en diez años al Zeppelinfeld de Albert Speer como artefacto político. En realidad estas no son las únicas obras que en nuestro país buscaron ser emblemáticas de un gobierno, la Ciudad Universitaria (1946) en la Ciudad de México conscientemente buscó expresar tanto la mexicanidad como el modernismo del régimen de Miguel Alemán, al igual que décadas después, en el Centro Nacional de las Artes (1994) se trató de exaltar la supuesta pluralidad e internacionalismo del gobierno salinista y más recientemente la tan controvertida Estela de Luz del arquitecto César Pérez Becerril, con la que se pretende conmemorar el 200 aniversario de la Independencia y simbolizar según lo expresó su autor: "la búsqueda de lo infinito, de lo absoluto".
En Torreón, guardando las debidas proporciones, también hemos tenido obras de ese tipo, empezando con el embellecimiento de la Morelos cuyo inicio data de 1923, y ya en los años 30, la construcción del Estadio de la Revolución o con la Escuela Politécnica, hoy Secundaria Lázaro Cárdenas del Río.
Más recientemente, los gobiernos estatales han realizado proyectos que pasaron a ser emblemáticos, como lo fueron el rescate y la remodelación del Teatro Nazas y el ahora demolido Distribuidor Vial Revolución, edificados durante la gubernatura de Enrique Martínez y Martínez, o el Nudo Mixteco, concluido durante la administración de Humberto Moreira.
Pero la pregunta que siempre surge en estos casos es acerca de su relevancia y si realmente satisfacen una necesidad genuina. El problema es que la respuesta cabal sólo puede darla el tiempo, en el momento en que la ciudadanía se apropia de esos espacios al hacer uso de ellos, tal y como sucedió con el Teatro Nazas, el Museo Arocena o incluso el TSM -producto estos últimos de la colaboración de la iniciativa privada y el gobierno- los cuales en su momento generaron cierta controversia y que han probado con el paso de los años ser elementos importantes dentro de la vida cotidiana de los laguneros.
Hoy en día están en construcción el Bosque Urbano a un costado del Parque de Las Etnias, el Bulevar Laguna Sur que busca reducir los tiempos de traslado en aquel sector de la ciudad, así como el Segundo Anillo Periférico que dará otra conexión a Torreón con Gómez Palacio y las importantes carreteras hacia Ciudad Juárez, el D.F. y Mazatlán, además de la Gran Plaza y Edificio Municipal. Conjunto este último, que por su función, ubicación y dimensiones tiene el potencial de adquirir un enorme valor simbólico y convertirse en un verdadero emblema para nuestra ciudad.
