A los 97 años murió Albert Hirschman, un economista extraordinario que se definió como un autosubversivo. Lo fue, en efecto: no solamente remó contra la corriente sino también contra sus propios pasos. Brincó con talento de una disciplina a otra, abrazó ideas sin casarse con ninguna, fue de la observación a la teoría y de la teoría a la medición. Un ejemplo admirable de esa libertad y de esa honestidad intelectual es un librito que se sale un poco de sus preocupaciones de economista. Es un ensayo de teoría política sobre los tics del pensamiento reaccionario. Hirschman aborda el tema porque entendía que la vida democrática requería un tipo de conversación, un intercambio peculiar de información, de ideas, de opiniones. Sabía que la formación de una buena política pública no dependía solamente de una prescripción técnicamente correcta sino de un proceso de discusión informado, abierto, flexible. Para el autosubversivo, nada tan dañino como el dogmatismo.
Retóricas de la reacción, el librito que publicó en 1991, es ejemplar no solamente por su didáctica claridad, sino por el recorrido de sus páginas: el aprendizaje intelectual y moral del autor a lo largo de sus capítulos. En efecto, Hirschman empieza el libro apuntando el dardo a un blanco lejano para darse cuenta que, al dar en la diana, lo ha tocado a él también.
Para el hombre de izquierda que Hirschman siempre fue, era importante desnudar la retórica de los adversarios. Los enemigos de los derechos (civiles, políticos y sociales) usaban las mismas piedras. Denunciaban el cambio como inútil, como perverso, como peligroso. Eran, en realidad, coartadas intelectuales del cinismo. El conformismo se pretendía encarnación de la sabiduría histórica.
La primera forma de rechazar el cambio es a través de lo que Hirschman llama la tesis de la perversidad. Cualquier intento de mover a la sociedad en algún sentido provocará un cambio... pero en sentido contrario. Si se busca libertad se provocará mayor servidumbre; si se pretende democratizar, se conseguirá fortalecer a la oligarquía; si se quiere aliviar la pobreza, lo que se conseguirá es aumentar la pobreza: toda acción política progresista es contraproducente. No es simplemente que la acción esconda sus consecuencias, que dé giros inesperados, que traicione la voluntad de su origen: es que el resultado es siempre el contrario al diseño. Por eso, para el conservador, el mejor de los mundos posibles es aquel que permanece libre de la intervención política, el que se mantiene libre del perverso allanamiento de la imaginación.
La segunda manera de resistir la reforma es advirtiendo que ninguna reforma será capaz de cambiar las cosas. El coro lo hemos escuchado mil veces: todo cambio es epidérmico, superficial, cosmético. Modifica la apariencia, tal vez, pero nunca la realidad profunda, ósea. La intervención política en la economía o en la sociedad es incapaz de alterar las estructuras profundas, siempre a salvo de las rozaduras del pañuelo político. Por radicales que parezcan, las reformas son insignificantes. Aún las revoluciones son históricamente triviales. Su hazaña es dejar las cosas en el mismo lugar que estaban antes del primer disparo. El cambio es siempre, ilusión de cambio. En la Europa del Este se solía contar el chiste: ¿Cuál es la diferencia entre el capitalismo y el socialismo? -En el capitalismo el hombre explota al hombre; en el socialismo es al revés.
Por último, el pensamiento reaccionario, dice Hirschman, ha cultivado la imagen del peligro para desanimar cualquier reforma. Tras la reforma, el coco. El tejido de la sociedad es a tal punto frágil, que cualquier alteración podría desgarrarlo irreversiblemente. Desde esta perspectiva, una reforma puede lograr mejoras pero sus costos serían siempre infinitamente mayores que sus beneficios. El riesgo que supone cualquier reforma es inmenso. Toda reforma es una profanación, coqueteo con el desastre.
El economista no ridiculiza los argumentos del conservadurismo para encumbrar la retórica progresista como la única aproximación válida al mundo. Por el contrario: subraya que a la intransigencia reaccionaria suele corresponder una intransigencia progresista tan hermética y tan boba como la contraria. Tras recorrer con ánimo crítico los tropiezos ideológicos del adversario, no puede más que advertir las trampas en las que caen sus compañeros de viaje. Un proyecto que tenía como intención señalar las fallas ajenas terminó sirviéndole a Hirschman para reconocer las fallas de su propio campo. Esa parece ser la gran lección de su recorrido: la intransigencia no es patrimonio exclusivo de la reacción. Lo que resulta claro es que el pluralismo requiere un estilo de argumentación en la plaza pública: razones alimentadas de prueba y abiertas a la refutación. El debate democrático no puede ser una continuación de una guerra. Necesitamos, decía Hirschman, un debate que sea compatible con los valores democráticos.
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