Iván Estrada muestra el trofeo de campeones a la afición en el Estadio Corona, mientras el equipo daba la vuelta olímpica a la cancha. (Ramón Sotomayor)
Y los regios callaron. Y el espíritu del viejo Corona revivió y el grito Guerrero por fin retumbó en el Territorio Santos Modelo y sus alrededores.
Ni el sonido local, ni los tambores batientes opacaron el grito de la afición santista. Después de dos segundos lugares en torneos regulares y uno más en la internacional Concachampions, la Copa, la cuarta estrella, era una realidad. El grito no podía seguir callado.
Pasaron cuatro años desde la última vuelta olímpica de los Guerreros, quizás uno de los últimos grandes momentos que vivió el derruido Estadio Corona. Desde entonces parecía que el grito Guerrero estaba en una especie de letargo.
Medio despertaba entre tantas emociones vividas en cuanta liguilla, semifinal y final había sido protagonista el equipo de casa. Incluyendo, obviamente, la inauguración de la nueva casa albiverde en noviembre de 2010.
Pero entre subcampeonato y subcampeonato el grito no alcanzaba a hacer eco, ni siquiera por el hecho de que el nuevo Estadio Corona doblaba el número de localidades de su antecesor.
Ese grito empezó a despertar en la semifinal ante Tigres. Oribe Peralta, el culpable. El resto del equipo también hizo su parte. Darwin Quintero, de los principales. Entrega, pasión, morirse de verdad en la cancha. Justo lo que la afición necesitaba ver, mejor dicho, sentir.
Así despertó el grito y revivió el espíritu del viejo Corona. Oribe, el de La Partida, tenía que ser. Con semejante campaña y sendos goles, no podía ser de otro modo.
Y así empezó la noche del campeonato, en un histórico domingo que quedará inscrito en la memoria y en las vitrinas del Territorio Santos Modelo. No necesitaron pasar los 90 minutos, ni que cayeran los dos goles para celebrar. La celebración había empezado desde mucho antes del silbatazo inicial.
Como nunca, los hinchas laguneros estaban confiados y esa seguridad se afianzó cuando los jugadores empezaron a mover la pelota. El grito jamás se calló. "Tres ciudades, dos estados, en un solo corazón". "Daría toda mi vida por ser campeón". "Santos, Santos campeón". Todo mundo cantaba, todo mundo bailaba, todo mundo brincaba, todo mundo sentía ya suyo el campeonato.
El "gooool" fue un grito constante, como llamando al invitado de honor para que saliera de los botines de Darwin, "Hachita", "Guti" o mejor aún del "Cepillo" Peralta. Y se repetía en cada jugada que los aficionados adivinaban de peligro para la cabaña de los Rayados.
Cuando por fin apareció la primera anotación de Daniel "Hachita" Ludueña, el grito ensordeció al Corona. La hinchada saltaba, se abrazaba, agradecía al cielo, les agradecía a sus Guerreros.
Pero con el segundo, el de Oribe, la locura se contagió y entonces la "Casa del dolor ajeno" tomó una nueva dimensión. Por fin era la "Casa del dolor ajeno", en el mismo sentido en que lo era el viejo Corona, por fin estaban sufriendo los del equipo contrario. No más la afición santista.
Esa algarabía se mantuvo hasta el final. Ni se notó el gol de Aldo de Nigris. Al contrario, el grito subió de tono. Si ya resonaba, en ese momento se volvió ensordecedor.
Casi nunca se alcanzaron a escuchar los avisos del sonido local, los mismos que en otros partidos invitaban principalmente a apoyar al equipo. Esta vez ni falta hizo.
Ni quién se acordara del nerviosismo, de la impotencia, de la tristeza de otras veces. Ahora pura emoción. Ya casi era el 90, cuando anunciaron cuatro minutos de compensación. Todo mundo aguardaba impaciente el momento en que Roberto García Orozco se llevara el silbato a la boca. Entre tanto bullicio, casi pasa desapercibido ese instante, si no fuera porque el grito alcanzó su punto culminante.
Un grito de alegría con lágrimas, en los muchos de los casos. Un grito de alabanza, por un trabajo bien hecho. Un grito de agradecimiento, porque finalmente se ha cumplido el anhelo de mucho tiempo.
La afición definitivamente había cumplido con su trabajo y quería a cambio, lo que tanto había esperado. El grito compartido en más de 30 mil almas se hacía uno para revivir el espíritu del demolido Corona. El grito Guerrero había despertado para no volver a dormirse jamás.