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¿Saben sumar?

Sobreaviso

RENé DELGADO

 Q Uienes quieren validar o invalidar el resultado electoral a como dé lugar, sólo han acreditado un hecho: la inutilidad de la democracia mexicana en sus términos actuales.

Sin una cultura política que acompañe y ampare la democracia y sin actores comprometidos en verdad con ella, da igual la calidad de su andamiaje jurídico-legal. Sin candidato, partido o autoridad electoral en qué confiar, sobra la ley. Cada una de esas instancias entiende la ley no como la norma que obliga su conducta, sino como la elástica herramienta a emplear conforme a su interés convenga. Y su interés exclusivo es el poder, no la democracia.

Los mismos consejeros y magistrados electorales parecieran no verse a sí mismos como la autoridad señalada por su firme y oportuna intervención antes, durante y después de los comicios. No, se perciben como un grupo de especialistas generosamente becado, para participar en un seminario sobre derecho electoral abocado a encontrar las más diversas interpretaciones de la ley sin que ello suponga, necesariamente, instrumentar actos de justicia.

En ese marco, resulta imposible hablar de un primer, segundo, tercer o cuarto lugar porque el conjunto de los concursantes hizo de la trampa y la burla a la ley el instrumento predilecto de su participación en el concurso.

Afiliarse al bando del ganador o del perdedor es una cuestión de simpatía o antipatía -o de fe-, no de legalidad.

Defender, a partir de la legalidad y la equidad, la validez o la invalidez del resultado implica una traición a esos principios porque, nadie es ingenuo, esos dos ingredientes no fueron el sello del concurso. Implica eso y, además, entrarle al juego del cual urge escapar: el juego de la simulación, la doble moral, del cinismo y la impunidad política así como del profundo respeto a la ley de dientes para fuera.

¿Qué hubiera hecho Andrés Manuel López Obrador si corona su esfuerzo con el triunfo? ¿Se inconformaría con el resultado porque, aun siendo el ganador, le resultaría inaceptable que su adversario hubiera comprado votos? ¿Qué hubiera hecho Enrique Peña si fuera el perdedor: pediría resignación a la corte de intereses que lo amparan y patrocinan?

De enorme estatura hubiera sido la postura de López Obrador si, en campaña, hubiera suspendido su actividad proselitista al advertir la compra de votos o el exceso en el gasto de su adversario. Suspender la campaña o amenazar con el retiro de su candidatura por falta de equidad en el concurso y la manifiesta coacción del voto hubiera puesto en un predicamento el proceso pero, en ese momento, quizá se podrían haber aplicado correctivos. Eso sí hubiera sido algo radical.

No fue esa la postura, ni de él como tampoco de Josefina Vázquez Mota y mucho menos de Enrique Peña. En su natural enjuague y hábitat, los candidatos se hicieron de la vista gorda porque la esperanza del triunfo existía y, entonces, era mejor no hacer evidentes las trampas ajenas y muchos menos las propias. En esa lógica, lo que hicieron fue registrarlas y guardarlas para denunciarlas o no a partir del desenlace.

Ese es el punto en el que ahora estamos. Aquél donde, ante un resultado marcado por la chapucería, se le pide a la ciudadanía rebelarse o resignarse y entender como destino manifiesto que nuestra idiosincrasia tiene por características las de la transa, el engaño, la mordida y la vista gorda. Características envueltas para regalo, en papel legal desechable.

En los términos actuales de nuestra democracia, si el concurso electoral arrojó un perdedor, ése es el país.

Menos que nunca, el país requería de un concurso como el escenificado. Venía de un desastre electoral que culmina en una tragedia político-social. Venía de 12 años de ver cómo el desentendimiento político frustraba y frustra el desarrollo. Venía de ver cómo la falta de maniobra reducía los gobiernos a administraciones de problemas o, peor aún, a simples ministraciones de recursos sin control sobre éstos. Venía de ver cómo la falta de autoridad conducía al autoritarismo fascinado por el olor a pólvora y a sangre.

Lo ocurrido no rescata la credibilidad en las instituciones, el derecho y los profesionales de la política, más bien la hunde en la crisis donde se encuentra. Lo ocurrido no aleja el fantasma de la violencia criminal, le acerca el fantasma de la violencia política. Lo ocurrido emparenta al gobierno entrante con el saliente, a cobijarse y parapetarse de nuevo -dada su debilidad e ilegitimidad- en los poderes fácticos que, con júbilo, le abren sus brazos al verlo maniatado y amordazado. Reciben al Ejecutivo de brazos abiertos para darle calor, y luego para sofocarlo hasta la asfixia.

Esos poderes critican con ferocidad, pero de dientes para fuera al "mal perdedor". Lo critican, pero le agradecen profundamente debilitar al "buen ganador" que, lejos de contener su voracidad, terminará sirviéndoles a la carta.

En ésas estamos. En el punto donde los magistrados validarán el resultado sin saber si el "buen ganador" se excedió en el uso de recursos autorizados y si, en ese exceso, utilizó dinero lavado cuyo origen es un enigma y si ese monto influyó de manera determinante en el resultado. A ciegas, pero con estricto apego a derecho.

En el punto en que, más allá de los votantes de carne y hueso, los magistrados se erigirán de nuevo en el gran elector, dejando el gobierno de la República en manos de un Ejecutivo sin fuerza y de una oposición izquierdista y derechista que confunde la resistencia con el empujón. Todo para que las partes ejerzan con entusiasmo el no poder por turno.

Si otra vez el país está en esa circunstancia, resulta impensable repetir la fórmula de que cada quien haga lo que pueda y quiera, si puede y quiere. Lo conducente, en todo caso, es echar mano de algo que la clase dirigente presume como su mejor herramienta pero que, por lo visto, no sabe utilizar: la política.

¿Estaría Enrique Peña Nieto dispuesto a encabezar un gobierno de coalición con Andrés Manuel López Obrador? ¿Estaría Andrés Manuel López Obrador dispuesto participar en el gobierno con Enrique Peña? ¿Estarían dispuestos a integrar un gobierno de salvación y, a partir de él, darle a la nación una plataforma para consolidar la democracia e impulsar el desarrollo con justicia? ¿Se asumirían como demócratas en una democracia? ¿Saben sumar?

Si la respuesta es no, que administren muy bien las cucharadas de frustración y desencanto porque tanto no poder está colmando el envase del hartazgo.

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