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Santa semana

ADELA CELORIO

Las campañas arrancaron a todo lo que dan. Caras nuevas y alguna reciclada, pero viejo y manoseado el discurso de todos los candidatos que con actitudes triunfalistas ofrecen acabar con la pobreza, abatir la corrupción, rescatar al país… Más de lo mismo que la gente antigua como yo, hemos escuchado adnauseam. Con todo mi corazón deseo que al menos mi candidata conozca la fórmula y no acabe su mandato a lágrima batiente y pidiendo perdón a los pobres por los que no pudo hacer nada; como Don José López Portillo. Lo único tan novedoso como naif es el ofrecimiento de instaurar una república amorosa.

Eso sí que no lo habíamos oído y la verdad es que suena lindo, aunque viniendo del candidato más colérico y amargoso que hemos tenido, desconfiar es casi una obligación. Menos mal que en cuanto los suspirantes comenzaron a bombardearnos con sus spots, nos fuimos de vacaciones y ni quien los pele.

El Querubín y yo nos venimos a Acapulco para celebrar cada cual a su manera la Santa Semana. Él con su cena de Pesaj (pan sin levadura y vino como cuando Jesús instauró la Eucaristía) que conmemora primer grito de libertad que registra la historia en el momento en que Moisés sacó a los judíos de Egipto y liberados de la esclavitud, en un peregrinaje que se prolongó nada menos que cuarenta años, los condujo a la Tierra Prometida.

Yo con bacalao y vino blanco me preparo para celebrar la resurrección de Cristo y humildemente, la mía también. Tantos amores, tantos amigos se han ido ya de esta vida y yo sigo aquí, resucitando cada mañana a pesar de la marcada tendencia que he tenido siempre de poner en peligro mi vida y que se manifestó por primera vez cuando a los cinco años me columpié en un alambre de púas. Apenas un año después rompí con los codos la mesa de cristal de la sala. Faltó poco para que me amputara un brazo, pero sobreviví. A los dieciocho años manejando mi pequeño Hillman, al rebasar un autobús me encontré de frente con un pesado tráiler que ascendía a gatas por las estrechas y sinuosas Cumbres de Acultzingo. Mucho más prudente que yo, mi autito afiló el perfil, el autobús y el tráiler se abrieron hasta lo imposible, y yo la libré de milagro. Pude haber volado en astillas y sin embargo, el único daño que sufrí fueron los chones mojados.

Renací una vez más cuando ya crecidita y ama de casa me subí en una silla para alcanzar algún bártulo de cocina. Al intentar bajarme, el tacón de mi zapatilla se atoró en el dobladillo del vestido y me fui hacia atrás con todo y silla. Mi cabeza rebotó contra la cubierta de granito de la cocina y me fracturé tres costillas y una muñeca. Inmovilizada por el yeso y el dolor, pasé un mes en la cama. Qué suerte, pudo haberse matado; dijo el médico que me atendió en el hospital.

También pude haber muerto a las doce del día de aquella luminosa mañana de agosto en que mientras esperaba la luz verde en una céntrica avenida, unos golpes en el vidrio de la ventanilla de mi auto me sobresaltaron: ¡Oj! Oj!, gritaba un hombre del otro lado del vidrio. Finalmente entendí que me pedía el reloj. No te doy nada cab… grité envalentonada. La luz verde apareció y sólo entonces vi al tipejo ocultar un pistolón bajo la chamarra antes de retirarse serpenteando entre los autos que empezaban a moverse. Si hubiera visto el arma probablemente le entrego el reloj, el auto y hasta mi virginidad.

A lo largo de la vida he recorrido muchos miles de kilómetros caminando, en tren, en barco, en avión, en helicóptero. He manejado por la noche en medio de tormentas de nieve, un ciclón me tumbó en Cozumel, sobreviví al horror del terremoto del 85 y a la puñalada mortal, al sabor a ceniza, al rechinar de dientes que es la muerte de dos hijos; y en esta absurda guerra contra el narco, yo pertenezco a la gran mayoría de ciudadanos que todavía no ha recibido ni una bala.

Esta semana murieron personajes tan necesarias como Don Miguel de la Madrid y el rector Carpizo, y sin embargo, yo que he nacido para que nadie me necesite, sigo aquí aferrada a las pequeñas cosas que la vida me ofrece, como la primera taza de café por la mañana, el olor de mis sábanas limpias, los pequeños brotes de las tomateras que sembré en febrero, el libro de turno, mi pluma, la palabra, mis amigas.

Aquí sigo, resucitando cada mañana para recordar quién soy, dónde estoy, a dónde creo que voy; y para dar la cara a las tribulaciones que me reserva el día. Para aprovechar la oportunidad de abrazar, de bailar, de reír y bostezar y toser y hurgarme la nariz. De hacer un pastel, un guiño, un libro, un arabesco capaz de inspirar amor a alguien. De hacer las cosas un poco mejor que ayer, antes de que cualquier mañana se agote mi ración de resurrecciones, y como un tapón de champaña salga disparada a la vida eterna, esa que me asusta tanto.

Adelace2@prodigy.net.mx

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