Frente a la inocultable decadencia que sufre desde hace seis años la ciudad de Torreón, los ciudadanos suelen preguntarse ¿quién o quiénes son los principales responsables de esto? ¿Cómo es que hemos caído a este nivel? ¿Quién o quiénes han dejado de hacer su trabajo o lo han hecho mal?
La ausencia de crecimiento económico, el aumento de la criminalidad, el abandono del espacio público, el deterioro del medio ambiente natural, la falta de planeación en el crecimiento urbano y el repliegue del Estado como institución en amplios sectores, han mermado la calidad de vida de los torreonenses. Es prácticamente imposible encontrar a una persona residente de esta ciudad que esté conforme con el estado actual que guarda la cosa pública. La inconformidad es un sentimiento generalizado. Pero hasta ahora, dicha inconformidad a poco o nada ha conducido. Nos hemos convertido en rumiantes del descontento y la frustración.
En un somero análisis de la historia reciente de la ciudad, es fácil identificar algunas causas evidentes de la crisis que aqueja a Torreón. El creciente fenómeno de la inseguridad y su hija la violencia a nivel nacional se ha replicado en esta región como ha ocurrido en otras zonas del país, y frente a él, las autoridades se han visto completamente rebasadas. Incapacidad humana y técnica, incoordinación, falta de estrategia y visión, corrupción e infiltración, son los factores principales que impiden a las corporaciones policiacas hacer frente a los criminales de una manera más efectiva. Pero los vacíos que el Estado ha dejado en colonias hoy copadas por la delincuencia se han convertido en la principal fortaleza de ésta, son las redes que la sostienen.
En el plano económico, la ausencia de un plan integral de promoción ajustado a un diagnóstico real de las virtudes y carencias de la ciudad y su hinterland, ha imposibilitado la ampliación y diversificación de su actividad económica y, en consecuencia, la creación de una base sólida para la generación de empleos bien remunerados. Desde hace una década, esta región sigue sostenida sobre una agroindustria que por motivos ambientales ya no puede crecer y una industria minero-metalúrgica centenaria acotada por la mancha urbana. Como actividad secundaria existe una industria metal-mecánica que no termina de consolidarse en un verdadero cluster, y una industria maquiladora que se encuentra muy lejos del boom de la segunda mitad de los noventa.
Los fenómenos arriba mencionados, inseguridad y estancamiento económico, han incidido en el gradual deterioro del espacio público. Por una parte los robos de todo tipo de equipamiento urbano; por la otra, la ausencia de inversión nueva que detone el desarrollo a través de un evergetismo competitivo. Pero entre ambos hay un gobierno estatal y un ayuntamiento que, más por falta de voluntad y responsabilidad que por incapacidad financiera -pues ésta a fin de cuentas es consecuencia de aquélla-, no han logrado asumir un liderazgo en la sociedad para impulsar las obras y programas que se requieren para rescatar a Torreón del abandono en el que se encuentra. Da lástima recorrer el Centro y varias de las vialidades principales de la ciudad, cómo da tristeza saber que hay sectores, cada vez más amplios, en donde nada se mueve sin el consentimiento del hampa.
En este análisis, pues, podemos encontrar que la primera responsabilidad de la decadencia de nuestra ciudad recae sobre las figuras del alcalde Eduardo Olmos y del gobernador Rubén Moreira, ambos priistas. Son ellos los que, en primera instancia, han fallado a la ciudadanía. Pero no son los únicos. Han fallado también los diputados locales, a nivel estatal, y los regidores, a nivel municipal. Y es por esta senda por la que llevo mi comentario.
Una buena parte de la población ignora las funciones de estos servidores públicos. Pero, en general, el juicio del ciudadano crítico sobre el desempeño de estos representantes es severo: sirven para nada. No obstante este juicio pocas veces trasciende a otros niveles y el común denominador de los ciudadanos tiende a poner poca atención al desempeño de diputados y regidores. Los depositarios de la mayor parte de las críticas son el gobernador y el alcalde y se deja de lado a los representantes en el Congreso y el Cabildo.
Pero una parte importante del problema con los gobiernos estatales y locales tiene que ver con el trabajo que no hace la mayoría de los diputados y los regidores en cuanto a supervisión y exigencia de rendición de cuentas de los titulares de los poderes ejecutivos. Y no sólo se trata de una cuestión de ineptitud y negligencia, que ya de por sí tienen su peso, sino sobre todo de un asunto propio del modelo político.
Cuando el partido del gobernador tiene mayoría en el Congreso local -como es el caso de Coahuila-, los diputados de esa fracción actúan como comparsas o esbirros de quien en realidad es su jefe. Los 36 mil millones de pesos de deuda, de los que aún se ignora el destino de 18 mil millones, son el más claro ejemplo de ello. Y esto ocurre pese a que la mayoría de los integrantes del Congreso son electos por votación directa, es decir, tienen el supuesto mandato popular.
Pero si en el Legislativo estatal la subordinación al Ejecutivo se da de facto, en los ayuntamientos se da de iure. La normatividad estatal permite que los alcaldes entren a su gestión con una mayoría automática. Los regidores no son electos de forma directa por los ciudadanos, sino que entran como planilla del candidato ganador. La representatividad popular en el municipio no existe, ni siquiera en el papel. No hay posibilidad de que la voz de un ciudadano sea escuchada en el ayuntamiento porque no hay los mecanismos para ello.
Los regidores de la fracción mayoritaria responden a los intereses de su partido y del alcalde y éste a su vez a los del mismo partido y, en casos como el de Torreón y Coahuila, al del gobernador, quien además controla el Congreso del Estado a través de los diputados del PRI que son aplastante mayoría. Con este nivel paupérrimo de democracia, con esta ausencia de contrapesos, los abusos y las omisiones en las que incurren quienes ocupan los puestos públicos se convierten en regla. Fuera del voto, los ciudadanos de a pie no tienen herramienta alguna para, desde dentro del aparato político, sujetar a los gobernantes al interés público. ¿Por qué hacen lo que quieren? La respuesta es sencilla: porque pueden. A lo mucho serán duramente criticados y posiblemente perderán una elección, pero pueden soportarlo. Ahí está Humberto Moreira.
Mientras los ciudadanos no se organicen para exigir una reforma política electoral que les permita tener un mayor control sobre el gobierno, nada va a cambiar. Si queremos que los intereses de la mayoría de la ciudadanía prevalezcan en la toma de decisiones de los asuntos públicos, debemos empezar por hacer presencia en las instituciones que en teoría nos representan, es decir, el Congreso y el Cabildo. Los diputados locales deben rendir cuentas y consultar a los habitantes de su distrito. Los regidores primero deben ser electos directamente por la ciudadanía y luego sujetarse al mismo esquema de supervisión ciudadana.
En la medida en la que los pobladores comunes tengan un mayor poder de decisión en los temas que a todos nos conciernen, la democracia se fortalecerá, la ciudad encontrará los cauces para resolver sus problemas, y los abusos de los políticos profesionales dejarán de ser la regla para convertirse en la excepción.
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