Para entender las circunstancias que envolvieron durante toda su vida a dos grandes figuras del deporte mexicano, hay que conocer cuando menos lo básico, o sea las plataformas que impulsaron a ambos, primero para superar obstáculos y luego lograr la inmortalidad.
En 1913, en la tranquila y bella ciudad de Parral, Chihuahua, nació Humberto Mariles Cortés, hijo del coronel Antonio Mariles y de doña Virginia Cortés. Creció sobre los lomos de los caballos, y a los 12 años fue enviado al Colegio Militar. A los 18 años ya era subteniente.
Pronto ganó la estimación y el respeto de sus compañeros y a muy temprana edad se introdujo de lleno en los deportes ecuestres. Se decía que siempre daba la impresión, cuando estaba sobre su cabalgadura, que eran ambos una misma persona por la sincronía de sus movimientos.
El mismo presidente Lázaro Cárdenas le tuvo gran simpatía y lo mandó como observador a los Juegos de Berlín en 1936. Ahí, Mariles comprendió que en México había calidad suficiente para hacer buen papel en competencias importantes y regresó a preparar todo para una Olimpiada.
En 1938, en las hermosas praderas de Jalisco nació un hermoso potrillo, alazán tostado, que muy pronto ganó la admiración de todos. Su fina estampa ya era la de un campeón. Su porte era altivo y por tener un agujero en la oreja izquierda le llamaron Arete.
Todo en general estaba bien, pero pronto advirtieron que uno de sus ojos no lo estaba, lo había perdido. Sus críticos, que también los tuvo, le llamaban El Tuerto. Pero el caballo seguía triunfante su camino ganando pruebas que era un contento. Mañana continuaremos...
Mruelas@elsiglodetorreon.com.mx