Estuve en Guadalajara hace unas semanas. Cuatro días que fueron un largo flash-back, pues viví unos años ahí, los desconcertantes en los que se traspone el umbral que lleva de la rara niñez a la rarísima adolescencia.
Se ha convertido Guadalajara en una ciudad ruidosa y contaminada, aunque su básica belleza subsista en algunas colonias y viejas avenidas principales.
Desde luego, la mayoría de las viejas casonas, antes habitadas por jalisciences de polendas y apellidos pentasilábicos, son ahora con suerte restaurantes y, sin ella, encueraderos. Tampoco logró excluirse del inventario de ciudades grafiteadas en tres dimensiones por las "donaciones" del artista Sebastián.
Horadada de túneles y surcada por extraños puentes voladores, la ciudad está siendo torturada, inevitablemente, por su propia expansión. Ondas concéntricas de urbanismo confuso que emanan desde las plazas de cantera esponjosa, de los paseos que van desde la cruz civil y religiosa hasta el Hospicio Cabañas y el bullicio del mercado de San Juan de Dios. Es un centro que recorrí minuciosamente de chamaco, pues fue la ciudad en la que se me permitió debutar como peatón autónomo. Pasee mi azoro independiente por ella, comenzando por los mamuts del Museo Regional y culminando, al caer la tarde, en el atisbo culposo de las putas subrepticias del Parián...
Ahí estuvo (¿estará?) la primera librería de que fui cliente, y la primera biblioteca que me dio credencial, en el Parque Agua Azul, en cuyo nombre el niño Octavio Paz, que lo escuchaba en boca de sus tías tapatías, percibió un poema diminuto. Muchos años después regresé ahí, donde había una prodigiosa colección de periódicos y revistas provincianas, buscando los escritos que el joven López Velarde disfrazó en varios pseudónimos, luego de haberle jurado a su padre no perder el tiempo en cosas de literatura... Y encontré en ella una buena cantidad de textos que nunca habían sido recogidos.
La biblioteca se conserva, felizmente, en su nueva sede, la Biblioteca Pública del Estado "Juan José Arreola", que administra la Universidad de Guadalajara y que pronto será abierta al público en su nueva sede, el Centro Cultural Universitario, en Zapopan, ejemplo de lo que pueden hacer juntos los diferentes niveles de gobierno (del federal a los municipales) y la pujanza civilizadora de la UdeG.
Mis anfitriones me invitaron a visitarla y a fe mía que es maravillosa. La colección de manuscritos conventuales, los archivos de la Real Audiencia y de todos los tribunales; la riquísima mapoteca y la hermosa colección que guardan los "fondos especiales": incunables americanos, códices indígenas, magníficas ediciones europeas renacentistas (pregunté si tenían algo de Atanasius Kirchner: en dos minutos una orgullosa señorita los tenía ante mí, me dio mis guantes y me permitió hojear sus cosmos arcaicos...).
Y encima de las colecciones que le han sido donadas históricamente, la biblioteca comienza a recibir nuevas donaciones, como la de José María Murià, gracias a un bien llevado programa. ¿Recuerda usted el triste asunto de la Biblioteca Paul Rivet que tenía el IFAL en la ciudad de México y que ya no se pudo sostener? Pues sus 45 mil ejemplares están ahora a buen resguardo en esta biblioteca... Y todo perfectamente bien custodiado y preservado por un personal entusiasta.
Ah, si hubiera más tiempo... ¡Cómo me gustaría sumergirme de nuevo en esa hemeroteca, hurgar cada revista, folleto y periódico de las provincias occidentales y norteñas donde se formaron Manuel José Othón, López Velarde, Amando de Alba o Alfredo R. Plascencia! Por lo pronto saber que están ahí, en Guadalajara, detrás del bullicio, alegra el alma.