¿Ir al Centro Histórico invadido de niños en vacaciones? -¡Estás loca!- Además, el equipo mexicano se juega hoy la medalla de oro en futbol y no pienso moverme de la tele - dijo el Querubín, y se quedó. Yo, pertrechada con gabardina y paraguas me empaqué en el Metro de donde magullada y sudorosa descendí 45 minutos después en el Zócalo. Había declarado domingo cultural y tenía la intención de hacer un recorrido por algunos museos pero también de observar a la gente, de escuchar sus voces, de compartir sus esperanzas, sus tristezas y sus gozos, que también los hay; y esa mañana los hubo a montones. Mis expectativas quedaron más que cumplidas cuando al emerger del túnel una señora gorda me abrazó: ¡ganamos!, !ganamos!, gritaba. El Zócalo era un pandemónium de gritos, de caras pintadas y ondear de banderas. De emocionados abrazos y lágrimas contagiosas. En medio de la locura total, el horizonte de niños que había previsto mi Querubín. Los chiquillos de aquí se fueron, pero los de fuera llegaron en hordas a vacacionar en esta capital donde circulan en los carritos del súper, en carriolas o en los hombros de sus padres; quienes por las caras de hartazgo, seguro ya están deseando que sus pequeños vampiros vuelvan a clases. La altísima dosis niñícola que nos imponen las vacaciones escolares, puede ser letal; el desembolso que ocasionan esos insaciables consumidores también. Pero de momento ganamos y eso es lo que importa. Ganamos todos, todos pateamos el gol de la victoria. Todos apoyamos con la emoción y los gritos. A todos nos pertenece el triunfo que es tan fácil de compartir. La derrota en cambio se la dejamos toda a los perdedores. Para ellos solitos y que se la coman untada en pan por…ejos. Pero ganamos y yo me siento generosa y aporto unos pesitos para que el organillero siga tocando mientras con dificultad, me muevo entre la variopinta multitud de danzantes, acróbatas, vendedores de poemas, mimos, bailarines, sombreros mexicanos y turistas que intentan capturar en sus cámaras fotográficas la colorida fiesta. Con dificultad me muevo entre la gente, intercambiando abrazos y lágrimas de emoción. En esas ando cuando una mocosa estampa en mi pantalón blanco un cucurucho de mango con chile piquín. -¡Vieja babosa! a ver si se fija por dónde camina- me grita la madre, antes de llevarse de la mano a su abominable criatura. Pero aunque en este momento el júbilo es general, el Zócalo es también el centro de acción de los indignados. Aquí protestan los electricistas, aquí los maestros, aquí el lugar donde se instalaron durante sesenta días las huestes de López Orador, y aquí, hoy, los integrantes del movimiento "Yo soy 132" desde un altavoz nos exhortan a unirnos a su causa mientras se pertrechan tras las mantas con leyendas tan pacifistas como: "Basta de pinches fraudes". "Ya no queremos tanta mierda" "Peña Nieto no pasará". Al mirarlos ahí amargando la fiesta, siento algo parecido al coraje, pero como yo he declarado domingo cultural, me dirijo hacia la calle de Moneda donde además de edificios emblemáticos como el Palacio del Arzobispado, se encuentran el que fue sede de la primera universidad y la casa que albergó la primera imprenta; que es la que yo pretendo visitar. Igual que cuando de niña conocí esta capital, frente a la Iglesia de Santa Inés los mendicantes siguen con la mano extendida. Por lo visto todo cambia menos la mendicidad -pensaba- cuando de pronto; tras la gruesa columna de cantera de la Iglesia, surgió un hombre que exhibicionista, se abrió la gabardina frente a mí. Qué curioso, tampoco ha perdido vigencia esa vieja práctica que conocí cuando siendo aún muy niña, al pasar con mis amigas por un terreno baldío, algún loco nos sorprendía con su tripa de fuera. Cuando esto sucedía, asustadas, mis amiguitas corrían. YO no. Sin ningún hermano que me mostrara lo suyo, yo sentía una gran curiosidad y me hubiera gustado ver bien lo que el hombre me enseñaba; pero todo era demasiado rápido y antes de que yo alcanzara a ver algo, el hombre se cubría y echaba a correr. Pero eso era antes; ahora ya he visto lo suficiente como para sin siquiera inmutarme, preguntar al exhibicionista: -¡Pero hombre! ¿Es que no le da a usted pena enseñarme ese corchito? Visiblemente confundido, el hombre desapareció de la misma manera que había aparecido. Con tan alta carga de emociones, me pareció más adecuado dirigirme hacia el Museo de la Cerveza donde la oferta es inabarcable. Magnífica idea para seguir celebrando nuestro triunfo. En la cervecería, las pantallas de televisión repetían las mejores escenas del juego; y entre la gente, la conversación y el entusiasmo fluyeron como la cerveza. Después de una calurosa despedida entre mis circunstanciales amigos futbo-cerveceros; emprendí el regreso a casa en un Metro atascado niños. Menos mal que nada es para siempre y muy pronto, volverán a la escuela que es su natural hábitat. En fin, cosas del vagabundear.
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