Hay cosas que sólo reconocemos como propias cuando las leemos en un libro. Recordé un viaje con mi tía Antonomasia gracias a un texto de Jorge Ibargüengoitia en el que un personaje dice: "propongo que cuando raye el sol estemos pasando frente a Indios Verdes".
Hubo una época en que se consideraba grandioso abandonar la ciudad al amanecer, y los Indios Verdes marcaban ese límite. Hoy en día, un movimiento lucha contra la discriminación sufrida por dichas estatuas. En 1890 fueron colocadas en Paseo de la Reforma, en 1902 las mandaron a Calzada de la Viga y en 1920 a Insurgentes Norte, donde yo veía amanecer con mi tía. Ahora están a unos 500 metros de ahí, en el Parque del Mestizaje. La verdad es que son muchos cambios para estatuas tan pesadas y su progresivo alejamiento puede ser visto como una señal de desprecio hacia el pueblo que representan. Yo la veía con el prejuicio que proviene de estar desmañanado, y asociaba su color verde, no con la humedad que les provocó esa epidermis más allá de la pulmonía, sino con un motivo alienígena. Guardianes del espacio exterior, eran indios extraterrestres.
A los 9 años tenía una confusa visión del mundo, influida por Antonomasia, que me llevaba de viaje con la voluntad de quien comete un rapto. "Adiós Iztcóatl, adiós Ahuizotl", decía al pasar ante los Indios mientras yo traba de dormir en el asiento de al lado.
El viaje tenía dos objetivos manifiestos: visitar la zona arqueológica de Tula y asistir a un partido del Cruz Azul en el estadio de Jasso (acepté la primera opción a cambio de la segunda).
Una escena debió servirnos de advertencia. Llegamos a oscuras a la terminal de autobuses y en la sala de espera se habían fundido los focos. Reconocimos el baño por el hedor y a los pasajeros porque algunos usaban sombreros que destacaban como manchas blancas. Dos o tres vendedores se acercaron a tentarnos con sus mercancías (la palabra "tentar" es literal: no veíamos nada y nos arrimaron muñecos y golosinas a la cara).
Como tantas personas dominantes, la tía cree que la fortuna le debe un favor. Es una apostadora compulsiva que no reconoce las derrotas (cada apuesta fallida la irrita tanto que considera que merece ganar la siguiente). Ya en el andén, un ciego nos ofreció un billete de lotería: "Para el día de la Virgen". Antonomasia lo vio con solidaridad. Pensaba apostar en ese sorteo, aunque para ello debía ir antes a Tula.
"Dale el paso al invidente", ordenó, olvidando que en ese momento todos éramos invidentes. Me hice a un lado y el ciego cayó a un agujero.
Eso debió alertarnos de que el viaje sería inútil para los fines de mi tía. Aunque era diciembre, el sol nos castigó como si supiera que habíamos tirado a un ciego. No compramos sombreros de petate porque estaban carísimos. Nos insolamos mientras yo cumplía mi función de secretario. En un cuaderno anoté el número de los atlantes, los personajes del Palacio Quemado, las almenas en forma de caracol del Coatepantli y los escalones del sitio. Sumamos los datos y los dividimos entre 12, día de la Virgen. Así descubrimos el número al que había que apostarle en la lotería.
Antonomasia había llevado su superstición al mestizaje. Las sumas prehispánicas se podían dividir entre la fecha de la Virgen morena sin ofender deidades.
No recuerdo si entonces ya se habían generalizado las calculadoras automáticas. Supongo que no, o que la tía no las consideraba esotéricas. Como buena apostadora, odiaba la ciencia (su relación con los números era estrictamente mágica).
Al pasar por el juego de pelota, puso la cara de sacrificio que no la abandonaría durante el partido en el pequeño estadio de Jasso. Estuvo ahí como si la fueran a decapitar al primer gol. El equipo local perdió 1-2. Buen augurio: el marcador señalaba el día de la Virgen.
En el camión de regreso me tocó el asiento 12. A la tía le pareció otra estupenda premonición y me mandó al de junto. Encontró un chicle pegado en el respaldo y eso reforzó sus ánimos: la mala suerte ya había pasado por ahí, agotando sus efectos.
Subimos al camión como habíamos bajado de él: con el pie derecho; nos persignamos cuando el chofer encendió el motor y al llegar a la ciudad, la tía dijo: "Hola Itzcóatl, hola Ahuizotl".
Estos cuidados sirvieron de poco. En el andén volvimos a ver al vendedor de lotería. Arrastraba un pie, como un símbolo de nuestra torcida fortuna.
El 13 de diciembre, la tía llamó para exclamar: "¡Ni un reintegro!". La culpa no era de la suerte ni de la maldición de los que mandan un ciego a un hoyo, sino mía: o había dejado de contar un escalón tolteca o no sabía dividir entre 12. "Confié en ti y me traicionaste. Eres inútil por antonomasia".
Borges comenta acerca de un personaje que más que un traidor se trata de un "fanático disponible". Durante el viaje, yo fui un fanático disponible, pero para una causa ajena a la de mi tía (el futbol).
La memoria es un recurso peculiar. Durante años olvidé todo esto, pero al pasar por los Indios Verdes recordaba que no sé dividir entre 12.