Santos ha ganado mucho en los últimos dos años. Más allá de las finales perdidas, la afición lagunera se ha acostumbrado a llegar al último partido. Quizá por eso, y por la golpeada economía en La Laguna, el Estadio Corona no se llena cada quince días. Eso no importa. Las campañas publicitarias explotan hacia el final de cada campeonato, donde todo mundo se pone la camiseta y los boletos para el juego definitivo alcanzan cifras increíbles. Hoy, todos quieren ser partícipes en la fiesta del futbol.
Desde temprano la Comarca estaba pintada de verdiblanco y el único tema era la final. En cada rincón había un seguidor santista con la fe ciega inquebrantable. Era la ocasión perfecta para cobrar venganza de un enemigo conocido.
Un día antes, alguien dijo que si el Chelsea inglés se coronaba en la Champions de la forma en que lo estaba haciendo (ultradefensivo) sería una derrota para el futbol. Y los "blues" lo hicieron. Sin varias figuras, metidos atrás y con un gran portero, Chelsea se coronó en el campo de Munich, que nunca esperó una derrota en casa. Así es el futbol.
En nuestra final, llegaron los dos mejores; la final soñada para quienes gustamos del buen futbol, con ingredientes de sobra para esperar el mejor partido en lo que va del año en nuestro país. Ya un mes antes, estos mismos equipos nos habían dado un adelanto de la intensidad que podíamos esperar en una guerra entre los dos.
Santos no decepcionó, sabía lo que quería y cómo conseguirlo. Jugó a ser campeón y lo logró. Por fin pudieron sacudirse los fantasmas que los atormentaban. Por fin quedaron atrás las maldiciones. Oribe Peralta, orgullo de La Partida, consiguió su sueño... y el sueño de su padre y levantó el trofeo añorado. Pronto la noche también se tornó albiverde, en una fecha en la que Santos fue campeón porque ya le tocaba serlo, por merecimientos propios.
¡Felicidades a los Guerreros y a su afición!
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