Mis suegros se casaron un 2 de octubre. Uno previo al de 1968 (mi mujer -deberé exhibirla- ha rebasado ya los 45 años, y no fue concebida -deberé salvar el honor de mi suegra- en, digamos, pecado), lo que sin embargo no habría de evitar que, para el momento de mi ingreso a su familia en 1997, cada vez que alguien propusiera organizar una comida "porque ya viene el aniversario de la Mimis y el Tata", otro integrante respondiera con el automatismo "¡Claro! ¡2 de octubre no se olvida!".
Ya no solemos conmemorar tal fecha -hace ocho años que mi suegro dejó de estar entre nosotros- y, sin embargo, recordé la costumbre mecánica hace algunos miércoles que envié un mensaje de texto a una amiga para confirmar la comida que tenía agendada con ella para ese día. "¿Confirmada nuestra comidita de hoy?" tecleé en el whatsapp, a lo que recibí un "¡A hu..! 2 de octubre no se olvida".
A los pocos días, veía yo en primicia un documental que, entre las muchas reacciones que me provocó me hizo cuestionar el uso que solemos dar en nuestros días a lo que otrora fuera dolida consigna reivindicatoria. "2 de octubre no se olvida", clamaban desde la indignación los que habían visto a sus seres queridos perecer en el 68; el asunto es que, con esa frase, nos legaron un meme, un significante vacío de significado. Y no es que cultive yo la solemnidad y me llame a escándalo porque alguien -de hecho gente con la que comparto en alguna medida una visión del mundo- tome a broma lo que a todas luces es tragedia. (Acabo, de hecho, de recibir una valiosa lección sobre el poder del humor para restañar siquiera un poco las más lacerantes heridas; esto al leer, en Deuxième géneration, novela gráfica del judío belga Michel Kichka sobre las marcas indelebles que dejara en su familia la estancia de su padre en Auschwitz, la colección de chistes negros más brillantes -y más perturbadores- sobre el Holocausto que haya yo conocido jamás.) Es que me alarma que, llamados a tomar la frase en serio, tampoco podamos darle mayor contenido.
En el mejor de los casos, nuestra memoria del 68 está construida a partir de los escritos de Poniatowska y de Monsiváis, de Rojo amanecer y de un puñado de programas televisivos. Y reconozco que todos éstos son productos espléndidos, testimonios valiosos de personas que vivieron el momento o hicieron su mejor esfuerzo por comprenderlo. También se antojan, a estas alturas, autófagos, serpientes que se muerden una cola hecha de la misma información, fidedigna pero, a fuerza de repetirla, cliché. Es posible presumir que todo lo que dicen pasó; deberíamos ahora querer saber más, y más preciso. Es lo que hace Alejandro Solar Luna en el documental de marras, El paciente interno. Al toparse en una nota del periódico La Jornada con la historia de Carlos Castañeda, quien intentara asesinar a Díaz Ordaz y por ello fuera recluido años en un sanatorio psiquiátrico sin debido proceso, el cineasta debutante se puso a investigar, lo encontró, contó su historia y la de los involucrados, todo en un lenguaje cinematográfico impecable -no hay voz en off, lo que en un documental se agradece- y con una visión que busca incluir las más voces posibles, observar el pasado no sólo desde otro ángulo temporal (el de hoy) sino desde todos los espaciales (desde las más posiciones posibles). No sólo es buen cine, es buena historiografía (que tanta falta hace). Y sigue en exhibición en unas pocas salas.