Hace algún tiempo alguien me preguntó sobre cuál era mi disco favorito, quizá fue una pregunta como cualquier otra o sólo era para romper ese tedio de las conversaciones incómodas, pero mi cabeza empezó a acelerar el motor con una aceleración tan fuerte que al final terminé mareado. Varias opciones pasaron por mi mente pero luego, mientras analizaba minuciosamente cada una y cuando por fin pensaba tener un veredicto, siempre llegaba otra opción que desechaba cualquier conclusión previa. ¡Pero qué difícil pregunta!, la respuesta era en verdad más profunda que lo que la pregunta planteaba, vaya dilema en el que me encontraba.
Recordé que algunos años atrás, quizá una década, yo pasé mi pubertad y adolescencia comprando discos. No tenía dinero para el almuerzo en el recreo pero siempre había espacio para un disco nuevo. Recuerdo la sensación de sacar mi fortuna juvenil (recaudaciones de cumpleaños, navidades y recreos) para ir a la tienda a comprar un disco nuevo que escuchar. Claro que eso era sólo el comienzo, la verdadera magia estaba en llegar a casa y encerrarse en el cuarto, tirarse en la cama, abrir el cuadernito que contenía el arte del disco y dejarse llevar ante el verdadero viaje que comenzaba con el botón de "Play".
Luego, rascando más profundo en la memoria, recordé que en aquel entonces sí tenía mi disco favorito, también tenía mi banda favorita, mi canción favorita, mi libro favorito, mi película favorita y hasta mi cachucha favorita. Todo favorito. Creo que aquel puberto lo único que buscaba era encontrar una identidad que las cosas favoritas le ofrecían, encontrar en ellas un estilo que lo marcara y lo distinguiera de los demás pubertos del mundo. Ahora siento algo de vergüenza al imaginar mi comportamiento social y mis ideas "revolucionarias" a los trece años, pero supongo que es ahí donde se dan los primeros pasos hacia la verdadera identidad. Descubrir ese "yo" que va a ser el mismo a los trece, a los veintitrés y a los sesenta y cuatro.
Ahí fue cuando empecé a forjar una verdadera conexión y amistad con dos de mis más fieles amigos en la vida: los libros y la música. Más allá de la gran cantidad de horas callejeras que acumulé en esos años, lo que más recuerdo eran las tardes escuchando música y leyendo libros. Ahí conocí a Led Zeppelin y Herman Hesse, U2 y Kafka, Soda Stereo y Vargas Duché (gracias a que algunas personas tuvieron la genial idea de volver a sacar tirajes de Memín Pinguín). Recuerdo que el primer disco que voló mi cabeza fue el Appetite for Destruction de Guns N' Roses, un disco en donde todas las canciones eran buenas de principio a fin. Doce excelentes canciones llenas de furia y agresividad, todo lo que un puberto desea en el mundo.
Con el tiempo pasé de escuchar cosas agresivas a cosas más suaves, aprendí que el valor de la música no se encuentra solamente en guitarras distorsionadas y voces chillonas. Cuando me quité esa etiqueta que yo mismo me impuse, fue cuando empecé a disfrutar a plenitud toda la belleza que la música tiene para ofrecer. Entendí que la música tiene el poder de llevarte de un lado a otro y que, si uno pone de su parte, puede ser el mejor viaje que se puede realizar sin necesidad de maletas.
Diez años después, sigo siendo el mismo mocoso que amaba la música. La diferencia está en que ya no intento tener un estilo determinado ni ser el "diferente" a los demás, ya bastantes personas existen que en su empeño a ser distintos terminan siendo iguales a los demás. Yo soy igual y no me acompleja serlo (carita feliz). Me niego a pensar en que seguiré pensando igual con el paso del tiempo, es don de vida el no saber qué hay en el futuro y ya no intento encasillarme con alguna afición. Disfruto la incertidumbre de mi destino y a pesar de eso, la vida me ha dado muchas certezas de las que espero poder compartir algún día.