Durante casi la totalidad del siglo XX, toda referencia a la problemática mexicana pasaba necesariamente por la mención de la Revolución Mexicana como un parteaguas histórico que definía un antes y un después. Desde los que la interpretaban por los distintos proyectos de los líderes del movimiento, como Madero, Carranza, Villa, Zapata y Obregón, hasta los que la definían en un concepto clasista de revolución de masas, burguesa y reformista, pasando por aquellos otros que hablaban de "revolución interrumpida" o el "modelo bonapartista de caudillos fuertes", todos y cada uno de ellos pretendían rescatar al movimiento revolucionario como un hecho épico propio de la lucha contra la injusticia social.
La afirmación del régimen institucional de la revolución, en donde el sufragio efectivo dejó de ser un valor a ser considerado como fundamental, así como la pluralidad política propia de un sistema democrático que supuestamente había surgido del proceso iniciado en 1910, hacían del caso mexicano una especie de excepción política universal. En realidad no era así. El esquema autoritario mexicano había conseguido aparentar formas de organización democrática, en el marco de un presidencialismo sexenal absoluto con mecanismos de control eficaces que suprimían mediante una represión selectiva y un alto consenso social, cualquier expresión de protesta considerada amenazante para la estabilidad política del país.
Como todo modelo autoritario, su desgaste por la presión social y los excesos de los políticos en turno generaron cambios que fueron procesados satisfactoriamente en una transición democrática exitosa que culminó con la alternancia y el fin del absolutismo sexenal. Sin embargo, ni el PRI desmontó su aparato de control corporativo, ni los panistas, vencedores en el 2000 y 2006 supieron construir un nuevo andamiaje que trasladase las prácticas democráticas desde el centro a los estados. Con gobernadores poderosos y una presidencia débil, el Congreso en su conjunto se convirtió la mayoría de las veces más en un estorbo para la toma de decisiones, que en un conciliador de intereses.
El Pacto por México modificó esta condición, lo que permite pensar en cambios significativos en el futuro próximo. A 103 años del inicio de la Revolución Mexicana, su celebración es puesta en entredicho, incluso como mito fundacional del Estado mexicano. A diferencia de la lejanía histórica de fenómenos como la Independencia o la Reforma, el movimiento armado de 1910-1917, sigue representando una referencia directa al régimen autoritario que gobernó el país por 70 años, y que hoy es visto como un evento superado, incluso en términos de sus propias temáticas sociales.
Las expresiones de nacionalización, estatismo, defensa ante la amenaza extranjera, viabilidad del ejido y otras propias del ideario nacionalista revolucionario forman no sólo parte del archivo histórico nacional, sino que incluso contravienen el proyecto de apertura y modernización que trata de impulsar al actual gobierno priista. Petróleos Mexicanos no puede seguir siendo la misma empresa creada a raíz de la expropiación de 1938, ni tampoco continuar cumpliendo la misma función de entonces como monopolio estatal.
La legitimidad del discurso revolucionario ha desaparecido. Incluso para sectores de la izquierda en el PRD que intentan transformar a su partido en una alternativa socialdemócrata, la opción de volver al pasado para reivindicar la esencia del proyecto revolucionario no tiene sustento. Ha llegado el momento de ubicar a la Revolución Mexicana en el espacio propio del siglo XX nacional, abandonando toda referencia que implique recuperar sus supuestos valores y programas. Como la Independencia y la Reforma, la Revolución es una etapa más de la construcción del país, pero no más ya algo que hay que rehacer o recomponer. Es el tiempo de la desmitificación y la puesta en práctica de políticas que permitan superar el atraso de siglos. Es hora de decir: Adiós Revolución.
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