Qué tragedia, le comento aprovechando el paso lento en el empedrado. El número de muertos, los desaparecidos, los cuerpos destrozados, los heridos, las familias en la desesperación. En todo hay coincidencia, no esperaba algo diferente. Sin embargo después vino la sorpresa, pero los van a indemnizar muy bien. Los de Pemex son muy ricos. Yo tengo un cuñado de mi edad y el condenado ya se jubiló. Lo dice con verdadero enojo y con envidia. Los taxistas son un termómetro que nunca hay que desperdiciar. Si le digo, los salarios son buenos y el régimen de pensiones espléndido. Son ellos los que se quedan con los beneficios del oro negro, lanza la expresión con ironía. Allí comenzó la discusión.
Traté de explicarle que técnicamente la empresa está quebrada o casi, que los ingresos federales dependen en alrededor de 40% de la renta petrolera, que la gasolina que él utiliza está subsidiada, que ese subsidio es cuatro veces lo que se destina al programa Oportunidades que beneficia a los más pobres. Allí la plática se puso tensa, pues entonces que nos autoricen tarifas más altas, porque de plano no sale. Mejor regresé al asunto fiscal y la necesidad de darle a Pemex la oportunidad de capitalizarse, de asociarse y de gravar sus ingresos como a cualquier otra empresa, le hablé del terrible daño que nos estamos causando como país al rezagarnos en nuevas tecnologías, en exploración. Le expliqué los riesgos de ir a aguas profundas solos, le recordé del caso de BP en el cual el descontrol en sólo un pozo les había costado en indemnizaciones y daños más de 200 mil millones de dólares. Se hizo un silencio.
Noté que había una fuerte barrera emocional: los de Pemex son ricos; nosotros (el ciudadano común) no obtenemos ningún beneficio; me da lo mismo el futuro de la empresa; a mí como mexicano el asunto de las finanzas de Pemex y las públicas ni me va ni me viene. Me quedé pensando que como ese taxista hay millones o decenas de millones de mexicanos que crecieron con la renta petrolera sin saberlo. No sienten que en su vida cotidiana haya algún beneficio. Tampoco sienten que Pemex sea suyo, no sólo lo miran muy lejano sino que incluso ven en los petroleros a unos privilegiados. Una o varias generaciones que desconocen los esfuerzos de la empresa y sus trabajadores por mantener la exploración y explotación marina y que todos los días hay alrededor de 40,000 personas trabajando en el mar en condiciones muy difíciles. La emoción nacionalista tiene buenas razones para desaparecer. No hay tangibles que le digan a diario al ciudadano de los beneficios de tener una empresa nacional.
El vacío de conocimiento sobre la verdadera situación de Pemex no es responsabilidad del ciudadano, sino de los sucesivos gobiernos que han evadido la impopular discusión. Hay más. Hace unos días José Manuel Herrera publicó (La Razón, 01-02-13) un recuento de los llamados "ingresos excedentes", es decir de la diferencia entre el precio presupuestado por barril y el real que lleva muchos años en niveles históricos. La cifra es indignante 1.9 billones de pesos en diez años. Nada más en el 2012 fueron 207.4 mil millones de pesos es decir tres veces Oportunidades. Eso sin sumarle el subsidio a las gasolinas -totalmente regresivo contra lo que piensa el señor taxista y muchos otros mexicanos- de casi 223 mil millones de pesos. ¿Dónde quedó ese dinero? Sin ánimo de amargar al lector la semana, me veo obligado a recordar que los gastos corrientes -burocracias- aumentaron en la última década 175%. La actitud del taxista es justificable.
Cómo es posible que seamos incapaces de llevar una cuenta por separado de los excedentes. El caso típico es Noruega donde se ha creado un fondo -que el año pasado rebasaba los 250 mil mdd., eso en un país con 5 millones de habitantes- un fondo destinado a educación, ciencia y tecnología. Sé que un fondo similar podría presionar al alza el tipo de cambio. Pero podemos encontrar otras soluciones. Por qué no etiquetar los excedentes. Este país está urgido de inversiones en infraestructura que hemos venido posponiendo y de las cuales depende nuestra competitividad y productividad. Carreteras, puertos, ferrocarriles que se ostenten como resultado de los excedentes. Los equipos de computación para los educandos serían una fracción muy pequeña de ellos. Más y mejores hospitales, reubicación de familias en zonas de riesgo como hay miles en Tabasco. Renovación y ampliación de la infraestructura de servicios de salud. La lista no tiene fin, pero no burocracia.
La reforma energética es inaplazable. Pero el gobierno de Peña Nieto haría muy bien en comenzar por este asunto de sentido común que es una verdadera afrenta para los mexicanos: a dónde van los excedentes. Algo muy simple, un informe público anual de los proyectos en curso y los del futuro, proyectos pagados con el petróleo de los mexicanos. Sólo si el ciudadano común siente suyos esos recursos entenderá el importancia de la reforma.