De la decisión de Benedicto XVI de renunciar al papado se puede decir cualquier cosa excepto que sea improvisada. Es una decisión hecha, sin duda, desde la fe de un hombre creyente, ortodoxamente creyente, pero es sobre todo una decisión absolutamente racional y racionalizada. No hay un ápice de improvisación en los movimientos que ha hecho Joseph Ratzinger desde el momento del anuncio: todos han sido pensados, estudiados y los mensajes caen donde deben y en el momento preciso.
Al Papa Benedicto XVI le pueden faltar fuerzas, a quién no le faltarían fuerzas a los 86 años para ejercer el liderazgo de la que es quizá la institución más grande y compleja del mundo, pero en ningún momento le ha faltado inteligencia y lucidez. Ratzinger les va a ganar el cónclave a aquellos que él mismo ha denominado como los lobos.
El primer mensaje que mandó en la misa de Miércoles de Ceniza fue que la Iglesia estaba dividida. No se trata ya de una división entre liberales y conservadores, la Iglesia más abierta, la que pugna por derechos sociales y civiles, por una mayor independencia regional, por estructuras más horizontales, sigue existiendo, pero es cada día menor y sobre todo no tienen representación en los órganos de decisión. Las divisiones entre los jerarcas católicos no son de tipo ideológico ni teológico, es una lucha de poder. Al plantear una sucesión, con él vivo, con este discurso a 30 o 40 días de que arranque el Cónclave, el mensaje es "conmigo o contra mí", una invitación es a cerrar filas con el Papa, el actual y el sucesor.
El último mensaje de Benedicto XVI, enviado ayer en su despedida como arzobispo de Roma, es que la Iglesia es mucho más que la jerarquía, en una alusión directa a los grupos de poder de la curia romana, la burocracia vaticana que controla la Iglesia. Dicho esto anunció su retiro al silencio, un silencio que significa "dije lo que tenía que decir" y nada más debe enturbiarlo. Con su silencio hace más fuertes sus últimas palabras y más claros sus mensajes.
El guardián de la Fe, el hombre recio que impuso desde la Congregación para la Doctrina de la Fe (el otrora Santo Oficio) una visión única y eurocentrista de la Iglesia, prepara ahora su último movimiento para derrotar "a los lobos" y perpetuar por un buen tiempo más su idea de Iglesia. Se esté o no de acuerdo con él, el teólogo resultó ser también un gran político.