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Algoritmos de la censura

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

Un video de David Bowie fue censurado brevemente por YouTube. Alguien se sintió ofendido y decidió bajarlo del sitio. Habrán querido cuidarnos de contemplar la bacanal. El video, escrito por el propio Bowie y dirigido por Floria Sigismondi, hace del cantante un profeta maldito; Gary Oldman es un cura que baila con una cabaretera mientras destellan imágenes de flagelaciones, cuerpos desnudos, canicas de ojos, sangre. Nada particularmente escandaloso: el viejo recurso de mezclar lo sagrado con lo pecaminoso. Es cierto que la censura de YouTube duró poco y que ya se puede ver ahí, pero sirvió para exhibir las fuentes del paternalismo contemporáneo. No es la Iglesia la que ejerce de censora, son las plataformas de la comunicación ubicua las que deciden qué podemos ver, qué es lo que no nos conviene observar. Los jefes de esas tribus cibernéticas a las que pertenecemos son quienes proscriben imágenes, palabras, ideas.

Recientemente la Suprema Corte de Justicia resolvió prohibir un par de palabras. A su entender, las voces que discriminan son inconstitucionales y no merecen la protección de la justicia. Para nuestros gendarmes de la expresión, el territorio del lenguaje, más que una esfera de libertad, ha de ser un ágora de civilidad y nuestro vocabulario, un perfume terapéutico. He escrito ya sobre esa resolución y he criticado su extraño argumento porque suponen una intervención inaceptable en el libre flujo de las expresiones. Pero la sentencia, por aberrante que sea, es discutible y, por ello mismo, derrotable. Los razonamientos de tribunal son expresados públicamente y han de sujetarse a los parámetros de la ley. Podemos leer, analizar, ponderar su argumentación y sus consecuencias. Pero hoy las verdaderas amenazas a la libertad de expresión no están en el paternalismo judicial sino en los algoritmos de los conglomerados tecnológicos. Ingenieros al servicio de facebook, YouTube, Google, Twitter deciden los contornos de lo legible, lo visible, lo escuchable. No fueron electos por nadie, están libres de cualquier supervisión institucional, no reconocen ningún código y ejercen un poder infinitamente mayor al de los gobiernos, los parlamentos, los jueces.

Jeffrey Rosen, quien se ha dedicado desde hace tiempo a temas de libertad de expresión en Estados Unidos, publicó recientemente un artículo en The New Republic (13 de mayo de 2013) sobre este batallón de la censura contemporánea. Jóvenes que acaban de abandonar la universidad y que están redefiniendo para el mundo el perfil de las libertades en Internet. Son los tecnólogos de la censura, los programadores del nuevo Índice. ¿Qué imagen puede resultar tan ofensiva que debe ocultarse? ¿Qué lenguaje puede provocar violencia y por lo tanto debe ser eliminado? ¿Qué palabra es tan peligrosa que debe tacharse de la pantalla? ¿Es permisible el discurso de odio? ¿Qué imágenes deben esconderse?, ¿cuáles requieren advertencia? Todo esto lo discutirán profesores en las universidades y los jueces lo ponderarán en los tribunales, pero quienes lo deciden diariamente son los multimillonarios en camiseta y sandalias que tienen en sus manos la definición de contenidos de las redes sociales. Si, en buena medida, vivimos dentro de esos globos cibernéticos vale advertir que hay gerentes de su porosidad: los nuevos aduaneros de la cultura.

Un brillante criterio informático decidió, por ejemplo, censurar por indecorosa, una caricatura de Mick Stevens publicada en el New Yorker hace unos meses. El dibujo pudo publicarse en el papel de la revista pero no pudo ser vista por los habitantes del planeta facebook. El cartón insolente retrata a Adán y Eva, después de aquel pecado famoso. Eva le dice a Adán como consuelo tras un evento, al parecer, muy poco placentero: "Bueno, por lo menos fue original". Facebook no censuró la caricatura por reírse del primer hombre y del retoño de su costilla, sino por dos puntitos que aparecen en el dibujo: los pezones de ella. Claro: los pezones de Adán podían ser contemplados por los seguidores del New Yorker en Facebook; pero no los de Eva. Los programadores de Facebook habrán legislado que hay pezones decentes y pezones indecentes; unos podrán ser vistos, otros han de cubrirse.

El caso es que los contornos de la libertad de expresión en China o en Cuba, en México o en Francia no son trazados hoy principalmente por parlamentos o por jueces sino por estos ingenieros de inmensísimo poder que pretenden comprimir el complejísimo debate de la libertad de expresión a un algoritmo. Deciden qué podemos ver, oír, leer. Y deciden también qué borrar y qué guardar en ese archivo que, más que el paraíso de Borges, puede ser un infierno de recuerdos imborrables.

http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog/

Twitter: @jshm00

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