Nunca me había puesto a pensar, en la angustia que representa tener a un hijo enfermo.
La razón es obvia: no tengo hijos. Pero como dice el dicho: "A quien Dios no le dio hijos, el diablo le dio sobrinos".
Amo a mis sobrinos y no se diga a mis sobrinas nietas: Bárbara y Sofía; y ambas anduvieron enfermitas en estos días en que los cambios de temperatura son muy bruscos.
Uno se angustia al verlas desganadas y tristes, porque está acostumbrado a verlas como torbellinos de un lado para otro.
La angustia es un sentimiento que genera una gran incertidumbre y aprisiona el corazón. Es como una tenaza que apachurra el alma y produce un dolor indescriptible.
De una forma u otra, nadie escapa a este sentimiento. El propio Cristo la sufrió, cuando en el Huerto de los Olivos sabía que su fin estaba cerca.
Creo que por eso no nos es dado saber nuestra hora final, porque nos moriríamos de angustia ante su inminente llegada.
Pero, como dicen por ahí, los niños son de hule; mal se caen cuando ya se están levantando con una sonrisa en los labios. Son inmunes al dolor, porque no tienen conciencia de ello.
Somos nosotros los que los llenamos de miedos y prejuicios y les transmitimos nuestras fobias.
Ellos son felices viviendo al día, sin preocuparse de nada más que de vivir y jugar.
No puedo ni imaginar la angustia cuando un padre tiene a un hijo delicado. El miedo a perderlo lo paraliza y piensa en lo peor.
Conozco casos verdaderamente dramáticos, como el del amigo aquel, al que por falta de atención médica se le murió su primera hija en los brazos.
Y todavía es fecha que escucha llorar a un niño y se altera y angustia. Y no es para menos.
Si por una gripa fuerte o una calentura anda uno todo alterado de ver a los niños decaídos, ahora imagino lo que será al verlos realmente enfermos.
Por eso ante el llanto de Bárbara, porque oyó que la iban a inyectar, le dije que le pediría a una amiga mía, que tiene muy buena mano para esos menesteres, que nos hiciera favor de inyectarla y le prometí (a la niña) que le compraría un peluche.
Cuando me despedí de ella, por teléfono, le dije: "Cuídese mucho, mija, pórtese bien y déjese inyectar"; y ella me dijo: "Oye, oye. Escucha, no se te olvide mi peluche, eh". Y claro que no se me olvidó, le mandé un león hermoso con el que duerme desde el día que lo recibió.
Aún recuerdo con agrado cuando me operaron de las anginas y mi padre me dijo: "¿Qué quiere de regalo si se opera?". "El avión que le enseñé el otro día" -respondí. Y en efecto, cuando desperté de la anestesia, sobre mi cama había depositado mi padre un hermoso avión de pasajeros que disfruté por muchos años.
Son de esos recuerdos que nunca se olvidan; y yo quiero llenar de bellos recuerdos infantiles a mis hijas y en ello me esmero.
Porque quiero que crezcan llenas de bellos recuerdos y que no guarden un solo gramo de amargura de sus tiempos de infancia.
La vida ya es de por sí dura, como para que nosotros le añadamos más motivos de esa naturaleza.
Los niños no deben tener conciencia de su vida más allá de las paredes de sus casas, porque el mundo, afuera, es un mundo hostil, al que un día se enfrentarán y no hay por qué acelerar ese proceso.
Nos toca a nosotros vivir las angustias de sus enfermedades y proporcionarles los medios para superarlas rápidamente. Ellos no deben sufrir, y si acaso, sólo preocuparse porque no pueden salir a la calle a jugar.
Dios guarde a los niños que son la alegría de este mundo y a nosotros que nos dé el tiempo y las fuerzas para verlos crecer y para criarlos con un poco de frío y un poco de hambre para que se formen.
Por lo demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de su mano".