En la discusión, a veces caótica y poco clara, sobre la reforma político-electoral por venir, hay un tema que parece haberse instalado como consenso entre las principales fuerzas políticas sin que el mismo haya estado acompañado de una discusión -y me temo que tampoco de una reflexión- suficiente que, de perdurar, puede tener implicaciones muy delicadas para el funcionamiento de la democracia mexicana. Me refiero a la propuesta (plasmada incluso en el compromiso 90 del Pacto por México) de incorporar a la ley (o peor aún, a la Constitución) nuevas causales de nulidad de las elecciones tales como el rebase de los topes de campaña, el uso de recursos al margen de las normas y la compra de cobertura informativa en cualquiera de sus modalidades periodísticas.
En las elecciones de 2006 se suscitó un debate intenso sobre si la elección presidencial podía ser susceptible de ser anulada por el Tribunal Electoral, o si la falta de previsión legal de esa figura para ese tipo de elección excluía esa posibilidad. En aquella ocasión sostuve -y lo sigo creyendo- que la nulidad de las elecciones es y debe ser una alternativa posible, pero la misma tiene que ser considerada como una última ratio, la válvula de seguridad extrema de la salvaguarda del carácter democrático de una elección.
No debe olvidarse que anular una elección significa, ni más ni menos, determinar que los millones de votos que los ciudadanos han depositado en las urnas no cuentan, que sus voluntades expresadas en los sufragios no deben ser atendidas porque se consideran viciadas o invalidadas por los hechos o actos que llevan a quien califica esa elección a declararla nula. Por eso no puede abaratarse la nulidad y convertirla moneda de cambio corriente, la nulidad es y debe ser un último recurso.
Lo cierto es que la tendencia en la que hemos venido caminando en la última década es la opuesta. El recurso a la nulidad se ha vuelto en un expediente al que los partidos políticos recurren de manera reiterada al impugnar las elecciones en las que no han ganado. Peor aún, la nulidad de las elecciones en ocasiones se ha frivolizado a tal grado que algunos tribunales la han decretado más inspirados en percepciones e inferencias no siempre suficientemente sustentadas y con apreciaciones prevalentemente subjetivas.
Deberíamos andarnos con mucho más cuidado cuando estamos planteando sostener que los votos emitidos no valen. Más aún cuando, como lo han demostrado los recientes procesos de fiscalización, la determinación de los gastos de campaña y el eventual rebase de topes depende, en mucho, de las estrategias financieras y de la ingeniería con la cual los partidos presentan sus ingresos y gastos a la autoridad electoral (tema que, por cierto, debe revisarse en sus méritos en el futuro).
Lo mismo vale cuando hablamos de la adquisición -prohibida por la Constitución- de tiempos en radio y televisión para fines electorales como causal de nulidad. Quien conoce de estos temas sabe lo complicado que resulta determinar cuándo se ha incurrido en una compra ilegal de tiempo aire. Peor aún, la frecuente sobreinterpretación que respecto a este tema han realizado con frecuencia los órganos electorales ha provocado también un abaratamiento de ese tema al grado que se ha considerado, por ejemplo, que el entrevistar más a un candidato que a otro es un elemento suficiente para determinar una adquisición indebida (increíble pero ya ha ocurrido). ¿De verdad queremos que un tema que es discutible, debatible, sujeto a muchas apreciaciones y subjetividades, termine por ser el elemento determinante para que una elección sea valida o nula?
No discuto las razones -que incluso podrían acompañarse- de querer encarecer el costo de las irregularidades que hoy se propone sean causales de nulidad, lo que no creo es que sea pertinente que la consecuencia que se pretenda sea la anulación de los comicios.
Creo, por el contrario, que en este tema la ruta que debería reforzarse es la de desempolvar ese principio que está en la Constitución y que fue pensado como la clave para inyectar certeza e ir cimentando la construcción de los procesos electorales: la definitividad de sus etapas; y, en ese sentido, asumir a la nulidad como lo que, creo, debe ser un último, extremo y excepcional recurso.