Al hablar de naciones emergentes verdaderamente poderosas y casos de éxito en América Latina, el mundo de inmediato pensaba en Brasil. Hasta hace algunos meses Brasil, la sexta economía del planeta y cinco veces ganadora del Mundial de Futbol, era sinónimo de un país en constante desarrollo, competitivo en todos los ámbitos, dotado de finanzas sanas y una petrolera donde confluyen capitales público y privado -Petrobras- que en México se menciona a modo de ejemplo de en lo que podría, a la larga, convertirse Pemex de darse la tan ansiada Reforma Energética.
Brasil, decían, era prueba fehaciente de que un modelo de izquierda con rostro humano pero a partir de aproximaciones realistas sobre cómo funciona la aldea global y los vaivenes y avatares del mercado, podía implantarse con éxito. Tan es así, que las políticas de Luis Ignacio "Lula" Da Silva, quien gobernara durante la primera década de este siglo, y quien se avocó a la tarea de erradicar la pobreza y la deuda con el Fondo Monetario Internacional, son algo que Dilma Rousseff, una exguerrillera de izquierda y actual presidenta, ha querido replicar, dándoles continuidad pero imprimiéndoles su propio estilo y sello.
A los ojos del mundo, se suponía que en Brasil todo marchaba muy bien. Distraídos y embelesados por el oropel y lo que brilla, olvidamos que también allá, como mal que aqueja y es una constante de todos los países latinoamericanos, las diferencias de clases se han ido acentuando pese a intentonas por atenuar dicha circunstancia, mediante la puesta en marcha de programas sociales que, con poco éxito, buscan solidificar a una clase media que desaparece, al tiempo que los grandes capitales y la riqueza se concentran en manos de unos cuantos, pero el grueso de la población subsiste en condiciones de miseria o, en el mejor de los casos, con el mínimo indispensable. Dicho panorama, tarde o temprano, se torna insostenible.
Las protestas a las que hemos asistido en Brasil en meses pasados, las más significativas en su historia moderna, se han replicado tanto en las grandes ciudades como en poblaciones poco conocidas, y no obedecen sólo al descontento generado tras el alza a las tarifas del transporte o la celebración de la Copa Confederaciones y el Mundial de Futbol que tendrá verificativo el año entrante, sino a un fenómeno mucho más profundo y de mayor calado: la desconfianza y el descrédito de los ciudadanos hacia las instituciones y la clase gobernante.
En Brasil percibo lo que al tiempo noto en muchos otros países: cambios profundos en la conciencia e intelecto de distintas sociedades decepcionadas de aquello que perciben como injusto, cansadas de asistir a las promesas incumplidas de sus políticos, verlos enriquecerse en forma demencial, al tiempo que constatan que nada ni nadie parece tomarlos en cuenta y hacerles caso, y que el estado que los gobierna extravió sus principios rectores y su razón de ser, y hoy no es capaz de garantizarles ni seguridad, ni servicios básicos, ni todo aquello que con tanto ahínco les juró.
No hablo desde una visión asistencialista o populista de lo que algunos creen que debe ser un gobierno, ni desde posturas de una ciudadanía mendiga y aquejada por la parálisis que espera que todo se lo resuelva y facilite el gobierno, sino, del rol que cualquier estado se encuentra legalmente obligado a cumplirle a quienes lo eligieron y que, todo apunta, no ha logrado el que hoy encabeza la Presidenta Rousseff.
Es temprano, no sabemos aún hacia dónde ni qué final le espera a esta maraña que muchos ya califican como el comienzo de una "Primavera Latinoamericana", que podría impactar y repetirse en otros países de América Latina. Lo que sí celebro y espero que tú también hagas, querido lector, es el nacimiento de cambios en la conciencia y de una sociedad que, a partir de la inconformidad y asistida por la razón, las herramientas tecnológicas y el conocimiento, hoy no está dispuesta a callar ni a quedarse quieta viendo cómo terceros le arrebatan la dignidad, su presente y las posibilidades del mañana.
Que esto quede como aviso para las clases gobernantes de todo el planeta, incluyendo hoy más que nunca a México, de que nadie de ellos, por más seguros y cómodos o poderosos que se sientan, realmente lo están. Porque las grandes revoluciones de la historia no necesariamente implican sangre y balazos o derrocar al gobierno en turno, sino que se gestan a partir del intelecto de sus ciudadanos, y de un coro de voces que a la par cobra eco y resonancia, pues ya no están dispuestos a callar.
Twitter @patoloquasto
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