Hace unas semanas, el rector de la Universidad Nacional declaraba enfáticamente que, frente a los violentos que habían ocupado el edificio de la rectoría, sólo procedía la razón, el apego a la legalidad y la prudencia. Con su tono habitual, pontificaba: "En múltiples ocasiones me he pronunciado en el sentido de que la impunidad y la falta de respeto a la legalidad forman parte del origen de múltiples problemas de nuestra sociedad. Por ello, lo digo con toda claridad y contundencia, no habrá impunidad". Independientemente del estilo, la postura el rector parecía plausible: no puede haber negociación con los arbitrarios ocupantes de un edificio público. Pero las razones para el elogio duraron tan poco como la lealtad del rector con sus palabras. No hay mayor elocuencia que la de los hechos y éstos demuestran un superficial compromiso con la legalidad. El rector se ha dispuesto a negociar con quienes violaron ostensiblemente la ley. La prudencia, al parecer, le aconseja ofrecerle un nuevo albergue a la impunidad.
De acuerdo a lo declarado por el Abogado General de la UNAM, la rectoría no busca la "profundización del conflicto." Pretende regresar cuanto antes a la normalidad y para ello propone... conversar con quienes ocuparon ilegalmente la torre de rectoría. Eso: negociar con los violentos. Tras la ilegalidad, diálogo. El rector había calificado la ocupación de la rectoría como una inaceptable agresión, como un acto violento que vulneraba los principios más elementales de la universidad. La toma ilegal de rectoría estuvo precedida por actos de una violencia que el rector mismo calificó como desusada. Llegó a decir que los agresores habrían de responder ante la ley, la comunidad y "ante la historia". Pues bien, una vez liberada la torre y habiéndose conocido los actos vandálicos de los violentos, la rectoría los convoca al diálogo. Una verdadera cátedra de impunidad. La lección es clarísima: viola la ley hoy y platicaremos mañana. Tal vez te critique públicamente, pero terminaré negociando contigo para cuidar la paz y la unidad. Me olvidaré rápidamente de las faltas y de los delitos; pasaré por alto las agresiones y los daños. Tiene razón el rector Narro al advertir que la ilegalidad está en la raíz de muchos de nuestros problemas. ¿No se percatará que su política es un premio a la impunidad en la tradición más antigua y execrable de la política mexicana?
Es simpático (o, tal vez, penoso) que la comunicación con los agresores la conduzca el Abogado General. El representante jurídico de la universidad, convocando al diálogo a quienes el rector mismo llama violentos. A los jóvenes que tomaron por la fuerza la torre de rectoría, les ofrecemos una mesa de diálogo. ¿Quieren coca normal o prefieren coca de dieta? ¿Les gustan las galletas con chocolate? Que los agresores desairen a las autoridades universitarias es lo de menos. Lo que importa es esa enseñanza práctica de la ilegalidad que se dicta desde la torre de rectoría. Difícil imaginar una exhibición más elocuente de ese imperio de los impunes y sus exitosas coartadas. Cátedra que es, sobre todo, una invitación a la violencia futura. Si los violentos adquieren -por el cinisimo mismo de su violencia- carácter de dignos negociadores con las autoridades universitarias, ¿cuál es la convocatoria de la rectoría? Delinque hoy que mañana negociaremos. Golpea hoy, incendia hoy, destruye hoy. Mañana conversamos.
La convocatoria a la negociación con los violentos no es, por supuesto, un acto aislado ni puede llamarse sorprendente. Es el corazón de nuestra cultura de la ilegalidad; hábito ancestral de nuestra clase política. Tras el acto de violencia, después de la orgullosa violación de la ley, las autoridades se apresuran a poner el mantel sobre la mesa, a preparar el café y las galletas para los violentos. Desde sitios de poder, los vasallos de la impunidad creen que esa mesa es la salvación ante los horrores de la ley a la que siguen pensando como brutalidad. Los promotores de la impunidad creen que esa huida a la ilegalidad es una muestra de su admirable disposición al diálogo. No lo es. Es exactamente lo contrario: es fomento de la violencia, premio a la agresión como la verdadera credencial de la política. Desprecio a quienes hablan sin amenazas; discriminación al argumento desprovisto de atracos. El más antiuniversitario de los actos.
Ejemplos de nuestra cultura de la impunidad tenemos todos los días, pero pocas veces observamos esa cátedra desde la principal oficina de la Universidad Nacional.
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