"No aceptes menos que una invitación al cielo" dice un sobre que despierta mi curiosidad; entre la correspondencia que recibo. Elevarse y volar, suspenderse en el aire ha sido una de las más profundas obsesiones humanas. Ya en la antigua Grecia las monedas llevaban la figura de un caballo alado volando hacia la morada de los dioses. Según el Viejo Testamento alcanzar el cielo fue la intención de quienes construyeron la Torre de Babel. La misma intención tuvieron quienes construyeron las catedrales. Desde el principio de los tiempos la tendencia de los hombres ha sido subir, elevarse, estar por encima. Ser los de arriba explica por qué los monasterios y los castillos se construyeron siempre en las cimas más altas y los montañistas se juegan la vida por poner su pica a la cima a ocho mil ochocientos metros de altura en el Monte Everest.
No basta con ver la Torre Eiffel o el Empire State, lo obligado para cualquier turista es subir a la parte más alta porque mirado desde arriba todo parece tan pequeñito, tan insignificante. Y nosotros arriba casi tocando ese cielo que si somos buenos en la tierra, algún día compartiremos nada menos que con Dios.
Antes de que existieran los aviones ya alguien había inventado la alfombra mágica para no quedarse en tierra. Desde niños brincamos alto, más alto. Buscamos la emoción del vuelo en un columpio, en un trapecio, o nos arrojamos de la azotea con un traje de Batman sólo para ver qué se siente. Volar es para mí un sueño recurrente que disfruto muchísimo; sólo tengo que abrir los brazos y dejar que el viento me eleve. La sensación es maravillosa hasta que se convierte en una pesadilla cuando en las alturas descubro que no sé cómo aterrizar.
Lo fascinante del ballet clásico es la levedad. Los bailarines parecen etéreos y son memorables los vuelos de Rudolf Nureyev y de Mijail Baryshnikov en el escenario. Las alturas ejercen en nosotros tal fascinación que las zonas altas de cualquier ciudad son territorio de los privilegiados. Los más ricos habitan el penthouse de cualquier edificio de lujo. Nadie quiere ser de los de abajo porque para ellos está destinado el ras de la tierra. Los sótanos, las catacumbas y los huecos oscuros bajo los puentes, son para el pobreterío.
Y ya en el mareo que me provocan las alturas, se abre paso en mi memoria aquello de "Si nos dejan, hacemos un rincón cerca del cielo, si nos dejan haremos de las nubes terciopelo. Y ahí, cerquita de Dios, juntitos los dos, será lo que soñamos…"
Definitivamente, el alma se siente mejor en la altura; especialmente si sabe cómo aterrizar para no acabar cantando: "Me caí de la nube en que andaba como a cinco mil metros de altura". No me hagan mucho caso, lo de las canciones fue sólo un lapsus de nostalgia y ahora vuelvo a tomar altura para contar lo que quiero contarles.
Resulta que las nuevas tecnologías han hecho del vuelo una de las diversiones más populares en las sociedades modernas: en paracaídas, en parapente, en globo, deslizándose en una tirolesa; y hay ya una larga lista de personas que han adelantado el pago para viajar al espacio. La novedad en el Distrito Federal, es cenar en el cielo por el módico precio de 3,000 pesos. Combinar la gastronomía con la adrenalina que debe generar partir un trozo de carne mientras flotamos a la intemperie a cuarenta y cinco metros de altura; debe ser una experiencia que no le deseo a nadie; aunque según me informan ya hay una larga lista de reservaciones. Supongo que de postre servirán algo tan etéreo como una rebanada de nube rociada con Grand Marnier. -¿Qué no es un lugar perfecto para suicidarse?, le pregunto al joven que me muestra -en tierra por supuesto- la plataforma donde dos chefs y dos meseros al centro, cocinan en las alturas y atienden a los veintidós comensales que disfrutan de una cena espléndida mientras flotan alrededor de la mesa. -Para nada señora, estos restaurantes existen desde 2006 y jamás se ha tenido un percance que ponga en riesgo la vida de nuestros invitados. El primero estuvo en Bélgica y han tenido tanto éxito que ahora están ya en cuarenta países -me explica solícito el encargado.
-Oiga ¿y no sienten frío allá arriba? -De ninguna manera, el techo lleva calentadores; además, la exclusividad de estar suspendido a cuarenta y cinco metros en una mesa, es algo que ningún otro restaurante puede ofrecer. -No, pues no; acepto y quiero preguntar: ¿Y el baño? ¿Qué pasa si alguien quiere ir al baño o se marea y vomita? Pero están tan orgullosos los chicos que promueven las cenas en el cielo, tan preciosos los candiles que decoran las mesas de la recepción; todo tan de gran altura que no es posible hacer preguntas tan prosaicas. Agradezco y me retiro convencida de que en cuanto a comer, prefiero hacerlo con los pies en la tierra.
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